Feliz Navidad, Jack

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Más que cansada estaba harta. La jornada de trabajo había sido agotadora. La mayor parte de mi concentración estaba dedicada a tratar de evitar la necesidad de verificar mi teléfono mientras estaba al volante. Por lo general sucede, en presencia del agotamiento, que la mente se engaña en pensar que el tiempo se hace virtualmente inexistente. Tenía la urgencia de resolver todo, escuchar la radio, y al mismo tiempo tratar de encontrar ese preciado espacio de reacción al inminente peligro, ese medio segundo que salvaría mi vida de un posible accidente.

Llegué como pude hasta el banco a hacer un depósito nocturno. Me acompañaba el fantasma de Michael Hutchence en la radio. Muerto por más de diez años, desde la estación de música contemporánea me recordaba que en algún momento todos tuvimos alas, y que a la larga, sólo nos quedaba el lamentar haber olvidado como volar.

Las instalaciones del banco estaban iluminadas, pero el estacionamiento se encontraba sumido en una total oscuridad. No sé si alguna vez han visitado la Florida, pero es una particularidad de este estado... no importa que tan cosmopolita y bulliciosa la ciudad, al tiro de una piedra encontrarás un lago, un oasis de agua clara acompañado por una extensión de tierra virgen. Por eso, no es de extrañarse que las lluvias de diciembre provoquen que esos pedazos salvajes ganen terreno, imponiéndose sobre el asfalto; tragándose con agua, frondosa vegetación e impenetrable oscuridad nuestros intentos de ser civilizados.

Lo que quiero decir es que justo en el lugar que marca la extensión del centro comercial, había una vasta cantidad de agua que no estaba allí la noche anterior. La lluvia dejó un lago flanqueado por metal y madera; las luces de colores que adornaban el centro comercial anunciando las ventas navideñas adornaban la superficie del agua con una bioluminiscencia artificial. Fue entonces que lo vi, el único elemento animado entre las aguas serenas y la basura de la construcción. Un muchachito delgado, no más que un adolescente. Estaba sentado sobre una viga de hierro, el talón de su bota pegando contra el metal, dejando tras de sí la sensación del tañir de una campana.

—Hey, muchacho, ¿qué haces ahí?

—Esperando.

Su voz tenía un tono sorpresivamente cordial. Cuando una ve un adolescente solitario, a veces espera, por mínimo, una buena mandada al infierno... pero había algo tan particular en su voz, esa necesidad de encontrar a alguien en la oscuridad. No pude evitarlo. Me acerqué un poco, obligándome a cruzar desde la cera de asfalto hasta el terreno desnivelado y mojado en lodo (adiós tacones forrados en terciopelo). El muchacho seguía allí, como si su vida dependiera de pegar con su bota contra el metal. Vestía una chamarra ligera, la cual ajustaba a veces, como si sufriera del peor de los fríos.

— ¿Cómo te llamas? ¿Dónde están tus padres... tus amigos?

—Me llamo Jack — contestó. Como si adivinara mi próxima y obvia pregunta siguió— Jack, sin apellido. Sin padres, ni amigos. Solo con una misión.

Lo que me faltaba. Me dí con un "emo" de esos tan profundos que se ahogan. Debí haberlo imaginado. De abajo de su ajustada gorra se asomaba un mechón de cabello blanco con destellos indigo y magenta. Sus ojos (obviamente un artificio) brillaban bajo la luz con ese azul que se esconde en el hielo milenario. Respiré profundo.

— No deberías estar aquí —me advirtió. Hizo una mueca de esas típicas de chavales que juran que lo saben todo, un rápido pestañear combinado con una sonrisa burlona—. Aunque, pensándolo bien, me da lo mismo. En fin, no me molesta la compañía. Es sólo que hace tiempo que no hago esto en presencia de otros, pero es el riesgo que se corre al manifestarse en lugares cálidos. Humanos, envueltos en pieles o en tela tras tela, un poco más curiosos que las ardillas.

— ¡Oye! — Bajo ninguna circunstancia iba a dejarme llamar roedor por un muchacho malcriado con delirio de ser de otro planeta—. Por lo que consta a esta "humana" puedes pudrirte, niño, eso me pasa por estar buscando conversaciones con vagos sin nada que hacer.

— Lo lamento. Como dije, no soy muy bueno cuando cuento con compañía. Disculpa, pero se trata de mi funeral.

Algo dentro de mí sonó las alarmas. Con un demonio... estaba sola, retirada de la carretera, al borde de un estacionamiento en compañía de un total desconocido que ahora hablaba por lo bajo de funerales. ¿Qué tal si este era de esos, que gustan llevarse a dos o tres junto con su miseria? Pero había algo, en sus palabras que pasaban del cinismo a la nostalgia, una cierta carga de energía en el aire, que me impedía moverme y me invitaba a quedarme y presenciar algo más grande que yo.

El muchacho se levantó con un movimiento fluido. Era alto, lo que podia observar de su piel entre la chamarra y el gorro dejaba ver un rostro pálido y unos labios morados por un frío intenso. Me invadió un pánico con matices ridículos. Por un lado pensaba este chamaco está casi cianótico y por otro me preguntaba ¿Cómo rayos, si la temperatura no baja de 40 grados?

— ¿Estás bien Jack? — Me animé a preguntar

— Tan bien como puedo estar — sus dientes imposiblemente blancos se asomaban entre sus labios besados de frío. Con un salto decidido se lanzó al agua. Me quedé esperando el salpicar del líquido, pero para mi sorpresa, Jack se plantó sobre hielo sólido. Cada paso que daba hasta el centro del lago esparcía una capa de hielo sobre el agua. La temperatura bajó de forma drástica, pude ver finos cristales surgir del aire frente a mis ojos.

— No importa donde esté, donde me toque manifestarme, siempre la encuentro. Ustedes, presos en su fina piel necesitan del sol que les alumbre. A mí me basta sólo ella...

Sus ojos se elevaron al cielo. Jack le regaló una sonrisa llena de esperanza a la estrella polar, que tiritaba silenciosa en la oscuridad. El muchacho se quitó la chamarra y la camisa. Momentos antes no hubiera sido mucho, pero ahora, se me convertía en un acto de desafío, en una situación imposible. ¿Cómo podía estar allí, tan expuesto, cuando mis pulmones estaban aspirando un aire traicionero y cortante y mi cuerpo entero temblaba? Pero para él parecía ser tan natural, tan... aceptable.

Pensé que eran tatuajes sobre su torso desnudo, pero la tinta latía, moviéndose vaga sobre su piel, formando palabras. Runas antiguas, oraciones a los dioses ya olvidados, el simple deseo de una luz en la noche oscura, devociones a un Niño en un establo, canciones en el aire... Me pareció incluso ver, cerca de su costado, en pulsante tinta azul, la letra de mi sobrina, pidiendo fervientemente uno de esos juguetes imposibles de encontrar. Jack llevaba en su cuerpo, en sus marcas, todos los miedos y las esperanzas que conlleva el invierno desde tiempos inmemoriales.

Extendió sus brazos, recibiendo todo, entregándose a todo, disolviéndose en aire frío, cristales de hielo y auroras de colores, a la búsqueda de la estrella del norte.

No sé cuánto tiempo estuve allí, con mis manos entumecidas y el corazón acelerado. Sólo sé que cuando llegué al auto ya la nieve a mis pies se había tornado en lodo y el lago improvisado en el lugar de la construcción volvió a ser líquido.

Llegué a mi casa, tratando de racionalizar asuntos inesperados e imposibles. A pesar de estar cansada -y asustada... ¿por qué no?- me di un tiempo para encender las luces de navidad. Me senté al pie del árbol, con una taza de té de canela. La tomé en sorbos cortos, dejando que el aroma se metiera hasta en mi piel. En alguna esquina de mi negro corazoncito encontré el ánimo para levantar mi taza.

¡Qué diablos! Si un chamaco impertinente puede darse el lujo de morir cada solsticio de invierno, llevándose con él la larga carta: nuestros temores, nuestros deseos, nuestras devociones, la esperanza de renacer con la primavera, seguro puedo sobrevivir el día. Le dediqué el último sorbo, donde se concentra toda la especia y el azúcar... Feliz Navidad, Jack.

OneirophobiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora