Café

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Moca, Puerto Rico.

Son curiosos, los asuntos que la memoria escoge ilustrar para nosotros. Digamos que todo comenzó con mi indagar en un un vago recuerdo.

Recordaba sus manos más que su cara. Eran tan grandes que parecían abarcar por completo la taza de café. Desde un ángulo, al lado de la mesa de la cocina mientras jugaba, solía levantar la vista y verle llevar ambas manos entrelazadas hacia sus labios, tratando de aprovechar al máximo el líquido caliente contenido en ella. El hombre no solo bebía el café; absorbía cada humeante rastro de la bebida en el contenedor de porcelana como si de ello dependiera dar calor a su piel, o despertarse un poco el alma.

No había nada en mis recuerdos que conformara un rostro. Me venía a la mente el visaje de unos ojos verdes y algo de cabello ondulado y cobrizo cuidadosamente peinado hacia atrás. No tenía idea de haber escuchado su nombre hasta que un día, tras mi insistente pregunta, mi abuela dejó escapar que se llamaba Clifford.

Inmediatamente trató de cambiar el tema. Se entretuvo fregando los platos, secando la fina loza con empeño, para evitar que la humedad arruinara ese borde dorado del cual cuidó con esmero por años. Trató de llamar mi atención a otros asuntos, incluyendo a un par de pajarillos que habían anidado entre el labrado del tope del armario del cuarto de costura.

— Clifford. ¿Nada más? — Pregunté tratando de probar mi suerte. Mi abuela Felicia no solía abundar sobre la vida de aquellos que sin ser familia, se allegaban en confianza a su casa en el campo.

—Clifford como en extranjero, como en necesitado de trabajo. Nunca he entendido tu obsesión con las aves de paso. Era una mano de finca, como todos los trabajadores itinerantes que aparecían y desaparecían en tiempos del acabe. Que este era gringo, muy cierto. Pero fuera de eso, no tenía la menor diferencia con el resto de los peones.

Mentía, pero yo nunca tuve ánimo de confrontarla con razones. Como antes dije, pocas cosas recuerdo del extraño excepto sus manos y ellas me decían que no había trabajado la tierra un solo día de su vida. Sí, eran masculinas en extremo; anchas de palma, con venas perfectamente delineadas en pálido azul sobre su blanca piel. Sin embargo, tenían más en común con un dibujo trazado a lápiz, uno de esos que engaña el ojo con el pulcro detalle hasta que uno se percata de que la profundidad no es más que ilusión y sombras. Esas palmas carecían de los callos que hablaban del esfuerzo de operar una zada o mover un toldo seis veces al día, siguiendo el sol.

—Nada abuela, solo curiosidad. Quería saber qué pasó con ese hombre. Me acuerdo de él a penas. Lo que sí sé es que desapareció para aquel tiempo donde se formó el revuelo, el asunto de la pérdida de ganado en la hacienda de los Torres. No te rías, pero atando cabos creo... que era un cuatrero.

Traté de hacer mi pronunciamiento despreocupadamente, pero no pude evitarlo. Las palabras que salían de mi boca se batieron violentamente con las imágenes en mi cabeza, aquellas que contaban una historia que yo añoraba fuese desvelada sin tener hacer otra pregunta.

Mi abuela siempre tuvo ojos jóvenes, vibrantes, ámbar oscuro que solía brillar en complicidad con su sonrisa. Cuando su mirada se posó en la mía, no solo pareció adivinar aquello que yo me empeñaba en ocultar, con tal de adherirme al sano juicio; llenó mis espacios en blanco.

— ¿Qué recuerdas exactamente, cariño?

Su voz tenía un timbre de preocupación, pero sus palabras hicieron más daño que bien. El solo hecho de que la conversación se extendiera más allá de su acostumbrada seca y desinteresada reacción, abrió las puertas de la memoria.

Traté de explicarle, sobre los sueños circulares que se disolvían en pesadillas. Cómo de un tiempo a esa parte, me perseguían manos que se extendían en uñas que atraían con el brillo y dureza del diamante.

OneirophobiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora