La canción de la Hafvine

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El joven y su comitiva cabalgaron toda la noche. Los caballos estaban agotados y sus lenguas cubiertas de saliva blanca y seca. Habían forzado las bestias al punto de la muerte, pero por la bruja capturada valía la pena perder toda una cuadra.

Llegaron a la villa cuando la luna marcaba su camino al zenit. Asomándose curiosa entre las nubes, dejaba rastros plateados en el cielo, vestía de luz el camino a sus pies y dejaba un recuerdo sobre cada cresta de ola del Mar del Norte.

Las pocas antorchas al centro de la villa, aquellas que ardían mojadas en grasa con el propósito de ahuyentar los lobos en albores de invierno estaban casi extinguidas. Quienes se encargaban de avivarlas abandonaron sus puestos, cerrando sus ventanas al llamado de una brisa nostálgica que se levantaba de las aguas y a todos recordaba una edda de tristes augurios.

Había solo una persona esperando por la tropa de jinetes: un pescador. El hombre era lo suficientemente viejo para arriesgarse contra la voluntad de dioses y hombres siempre y cuando se le pagara con buena moneda. Por lo visto, el joven le había llegado a su precio.

—¿Consiguieron una vidente? — El pescador les preguntó con tal de dar inicio a la conversación. Estaba cansado de esperar. Por seis horas sus brazos lucharon con la criatura entre las redes. El hombre había sido cuidadoso de no matarla, más bien entre ida y venida de las olas se encargaba de silenciarla. Después de todo, cada vez que la maldita criatura abría su boca, su canción le erizaba la piel, provocando que una gruesa lágrima resbalara por su cuarteada mejilla.

—¿Qué es una lectura sin una buena bruja?

El joven hizo un gesto a uno de sus jinetes, quien procedió a bajar a la mujer apresada entre cuerdas. Brindar ayuda era una frase incongruente; la mujer era su prisionera sin lugar a equivocarse. La sacerdotisa era ligera, frágil de huesos como una avecilla. Los pies de la mujer estaban descalzos y heridos por la huida. Sus ropas eran a penas harapos que se mantenían juntos con tiras de cuero. Cabello rojizo, la marca de una sibila desde vientre de madre, cubría la mitad de su rostro. Su cara se había reducido a ser solo un marco para unos ojos grises presa del terror.

—Nada de que temer —el jinete le comentó  mientras  cortaba las ataduras de sus manos —.Jostein es el hijo de un jarl, atado al honor de generaciones de jefes de clanes. Será generoso contigo si le haces un buen servicio. Solo debes cooperar.

—No es a hombres a quien temo— respondió la pelirroja —.Me hace temblar la idea de airar a los dioses.

El jinete guardó silencio y el hombre a quien llamaban Jostein se acercó a ella, tomando su rostro entre sus manos y echando a un lado el molesto cabello, para verla completamente.

—¿Cuál es tu nombre? No pienso pasar la noche llamándote Roja.

—Sissel.

—Bien entonces, Sissel. Que nada te preocupe. Quedas hoy libre de cualquier otro servicio. Estas son mis tierras y las de mis ancestros y tú, sin clan ni parentela, a voluntad de los dioses, ahora eres mía. Harás por mí lo que te pida. 

Los clanes no estaban en guerra y el joven no estaba en derecho de reclamar aquello que se ganaba a fuerza del hierro en la espada, pero Sissel supo no contender. Era apenas una muchacha, pero ya había  visto hombres los cuales se creían suficientemente fuertes para alcanzar Valhalla por su propio pie, sin la ayuda de aladas valkirias.  Generaciones de las mujeres de su casa habían visto a necios subir y caer, más las llamadas Brujas sin Tierra permanecían, pues sabían cuando actuar y más que nada, cuando callar. Solo se limitó a decir "Muéstrame entonces".

El pescador levantó el cuerpo  atrapado entre las redes, acomodándolo sobre el tablado del muelle. Se trataba de una criatura sobre la cual Sissel solo había escuchado historias. Ni las premoniciones que hablaban a lo profundo de sus sueños,  ni la fe que sostenía sus pasos eran suficientemente fuertes o profundas para sustentar lo que veían sus ojos.

OneirophobiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora