Noche de Samhain
En las inmediaciones de la colina de Tara
Irlanda, Año 130 DCLa última noche de verano se asomaba. El sol recién se escondía tras la colina de Tara, rociando el verde de la hierba con agonizantes toques dorados. Los residentes de la villa de Tamhair sabían que el festival pronto daría comienzo.
Temprano en la tarde, los pastores habían reunido el ganado, llegando a casa junto con las bestias después de largas estadías en los pastizales. Guiaban sus pasos con canciones, mientras uno que otro sabueso se asomaba entre las vacas para asustarlas de vuelta al sendero.
Al llegar, los animales escogidos serían degollados y asignados de acuerdo a la costumbre: carne para los hombres, sangre para los dioses. Los cortes se salaban y ahumaban para garantizar comida durante el azote del invierno. La sangre se esparcía, todavía humeante con vida en las raíces de los árboles de roble, fresno y acacia plantados desde tiempos inmemoriales por los primeros habitantes de la villa en honor al Trísquele. Uno por protección de madre, otro por eterna belleza de doncella y el último para aplacar la furia de la hechicera. Unidos, representaban la triple diosa.
Los troncos se pintaban en ese viscoso rojo, lo suficiente como para durar los meses de alargada oscuridad sobre la tierra. La primavera les descubriría con colores gastados y ausentes del olor a herrumbre; agotados después de meses de esfuerzo de procurar la supervivencia de los mortales.
Era lo justo, darles una última ofrenda, después de todo, esa noche necesitaría más que nunca protección divina. Terminaban los días de Luz y comenzaban los días de Sombra.
El pueblo estaba llamado a ofrecer esa noche a Samhaim, desde que la primera estrella se asomara en el horizonte hasta el rayar del alba. Era un periodo de introspección, donde las fogatas encendidas durante la noche hablaban de historias olvidadas y cada crujir de la madera doblegándose ante las llamas, cubría los pasos de algo o alguien vagando en la oscuridad.
Los escogidos a presentar ofrendas salían a los campos abiertos, con rostros cubiertos por máscaras de madera pulida o fino cuero; sus facciones ocultas del hambre y la lujuria de los dioses nocturnos. Cumplían con su trabajo. En una mano llevaban antorchas hechas de calabacines verdes las cuales, al final de su jornada, dejarían a la orilla del camino. Sobre su hombro izquierdo, cargaban un saco de jugosas manzanas rojas pulidas al punto de resplandecer en la tenue luz. Ambas se presentaban como ofrendas para los muertos. El fruto, para calmar su hambre, las lámparas para volver a delinear con toda certeza el camino de vuelta a ese lugar que divide lo visible de lo invisible.
Ya para cuando su labor se vio terminada, el verano parecía haber desaparecido y la noche comenzaba a cuajarse en gotas frías de rocío que se posaban sobre la hierba. De acuerdo a la costumbre, no volvieron a sus casas. Se refugiaron en la posada a las afueras de Tamhair; un establecimiento sin nombre de burdas paredes de roca y barro endurecido cubiertas por un techo a dos aguas de alquitrán revestido con paja. El lugar de reunión tenía una función limitada: calmar la sed de los vecinos y evitar que extraños se acercaran al pequeño pueblo, ofreciéndoles techo y algo que pasaba por estofado una vez estuviesen ebrios en vino barato.
La noche de Samhain, sin embargo, la hospedería se convertía en un punto de convergencia, un templo transitorio, cuya cualidad etérea desaparecería con los primeros asomos de la mañana. Lo que transformaba el recinto en algo sagrado no eran las libaciones (el vino seguía siendo igual de agrio y la sidra extremadamente dulce) o las exequias a los caídos (hombres superando sus miedos, se agarraban más de la camaradería que ofrece un corazón latente). Las que transformaban esas cuatro paredes en un recinto sacro eran, sin lugar a dudas, las historias.
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Oneirophobia
Short StoryAquí residen los monstruos que me persiguen a mitad de la noche. Peor aún, los que me hacen creer que he despertado, para atraparme en eternos ciclos de pesadilla.