Ha pasado tanto tiempo. Ya no recuerdan la apariencia de sus propios rostros o sus nombres. Las palabras, sin embargo, todavía resuenan en lo que queda de lo que alguna vez fueron sus cuerpos; los fragmentos de sus seres conscientes para siempre atados a la tierra por la magia.
Por nuestras vidas, para que sean prosperados. Por la oportunidad de sobrevivir a las fauces hambrientas de la larga noche. A los dioses rogamos escuchen nuestra parte. Y esta tierra, que vio a nuestros antepasados arrastrarse fuera de la oscuridad para reunirse alrededor de fuegos sagrados, será alimentada. Después de todo, también la tierra sufre carencia. Por el bien común, por mantener intacta la belleza, por alcanzar la armonía. Para mantener los elementos en paz, de modo que no libren guerra sobre nuestra piel desnuda. Para garantizar que que el frío nunca bese nuestra carne o detenga nuestros corazones con una caricia de sus dedos esqueletales. Ellos son ofrenda.
Habían sido escogidos desde el momento en que fueron expulsados de la protección del vientre de su madre. Desde que por primera vez vieron la luz del día, solo les quedó aferrarse el uno al otro, entendiendo el misterio de ser un alma dividida en dos cuerpos, inocentes e inconscientes de la espera.
Fueron separados de entre su pueblo, por romper una regla tácita. Se consideraba una ofensa, el nacer acompañado, con alguien junto a quien soportar llegar al mundo pateando, gritando y cubierto de sangre. Los gemelos siempre encontraron consuelo en uno y otro.
O tal vez, fue algo menos guiado por la envidia o la incomprensión. Quizás sí eran una maravilla, un regalo de los dioses. Una con el pelo rubio, besado por la luz del sol, el otro oscuro, como esas noches inciertas de frío aparentemente interminable. Un varón, una hembra; ambos representando elementos de la vida. Un regalo muy preciado, de esos destinados a devolverse con creces.
Y así fue, a la tierra fueron devueltos, antes de que pensamiento o acción corrompiera su estadía en esta tierra.
Ellos no entendieron, ni aceptaron.
No hubo oportunidad de negociar, o hacer declaración alguna. Su futuro se decidió cuando el fervor de la oración se encontró con la brutalidad de una hoja de obsidiana en una danza que siglos después sería considerada obscena, pero en aquel entonces no era nada menos que vital. Su sangre se convirtió en la promesa de renovación, sobre la piedra gris de un altar.
Sus ojos fueron cortados de sus cuencas y enterrados entre musgo fresco, para dar testimonio a los dioses de lo que sus cortos días habían visto sobre la tierra. Sus lenguas arrancadas de igual manera y pasadas por fuego, para que cenizas se elevaran con la brisa de otoño, y llevaran alabanzas a los cielos.
Consagrados y consumados fueron.
Más, de una forma inesperada, sus almas no encontraron el camino hacia los dioses. Permanecieron, meditando en el misterio de uno y otro, destinados a siempre volver.
Él era frío para todos, excepto su hermana. Para ella, salvó el poco calor que recogía del tímido destello de las estrellas y las brasas moribundas de las hogueras de aquellos que se arriesgaban a abandonar sus casas en invierno. Si alguna vez, para saciar su incontrolable hambre tomó una vida, nunca se lo dijo. Para ella era también el regalo de la inocencia.
Se hicieron eternos. Se dice que a veces los aldeanos de aquella villa primitiva les oían reírse con el vibrar de las ramas secas, o el caer de la fina llovizna. Reían, sabiendo que sobrevivirían hasta a los dioses a los cuales habían sido ofrecidos. Vivirían el largo de los años de la tierra.
Los que se aventuran a esos bosques sagrados ya olvidados por el mundo, juran que aún pueden verles. En el tiempo justo, cuando caen las últimas hojas frágiles, o salen los primeros retoños.
Ella besa la cara manchada en sangre de su hermano y perdona todas sus ofensas. Aquellas que confiesa a su llegada, y las que nunca contará, las atrocidades consignadas al olvido en el invierno. Luego ella se levanta, rompiendo el suelo, hambrienta de luz. Donde su hermano tiene sed y hambre para destruir, ella anhela fijar un orden a su caos.
Amante y siempre fiel, ella limpia sus lágrimas endurecidas y saladas. Nacimiento, muerte y renacimiento. Sus vidas, se fueron demasiado pronto, y quedaron atrapados en la vuelta de un ciclo interminable. Sobrevivirán a los dioses, a los árboles y a los hombres. Siempre y cuando uno dirija los pasos del otro, en un eterno rito de Invierno y Primavera.
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Oneirophobia
Short StoryAquí residen los monstruos que me persiguen a mitad de la noche. Peor aún, los que me hacen creer que he despertado, para atraparme en eternos ciclos de pesadilla.