La visita

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―¿En serio tengo que ir? ―Luisa miraba por la ventana del auto, algunas montañas desaparecían y aparecían en la carretera, o entre el follaje de los árboles que decoraban el mundo exterior. El cielo estaba de un color azul cielo mientras el sol brillaba de un color amarillo y blanco intenso que incluso llegaban a molestar la vista, Luisa tuvo que subir la ventana a la mitad para que la luz no le calara el rostro.

―Solo serán unas cuantas semanas ―Su madre se asomó por el asiento para mirar el refunfuño de la muchacha ―. Tu abuelo necesita de compañía por un tiempo.

―Además, el lugar es muy bonito ―Terminó de decir su padre, sin quitarle la vista al camino, ambos iban vestidos de traje de color azul marino.

―¿Por qué ustedes no se quedan también?

El padre soltó un suspiro mientras miraba de reojo a su esposa, la mujer se tomó con cuidado del asiento.

―Tu padre y yo tenemos un asunto que atender fuera de la ciudad, un asunto de trabajo. ―Terminó de decir la madre para que Luisa supiera de que no había posibilidad alguna de acompañarlos.

―Nos iremos por unos días. ―Su padre la miró por el espejo retrovisor, mostrando sus pequeños ojos cafés en su piel meramente acanelada, no tenía ni un pelo en la barbilla, siempre perfectamente afeitado ―. Regresaremos lo más pronto posible... ―Luisa le dirigió una mirada de enojo mientras se cruzaba de brazos ―...lo prometo.

―Escucha, Luisa. ―La madre se sentó bien en el asiento mientras miraba hacia un lado, acomodándose el cinturón de seguridad ―. No es fácil para tu abuelo estar solo ahora, hace muy poco que mi madre falleció, y ha rehusado cambiarse de casa a un lugar más cerca de nosotros en la ciudad ―Miró hacia la ventana con un suspiro ―. Siempre les gustó el campo... ―Luisa tomó entre sus manos su celular, para guardarlo en una bolsita que siempre portaba con ella ―. Lo que menos necesita ahora es soledad, ¿Entiendes?

―Sí ―Suspiró la muchacha mientras hacía a un lado algunas envolturas de dulces y papas para recostarse con suma lentitud, tan solo esperando a que llegaran de una buena vez.

El carro se detuvo por fin en un camino de tierra, Luisa abrió la puerta, sacando la mochila donde tenía todo su equipaje, el cual no era mucho, tan solo algunos cambios de ropa interior, camisetas, pantalones, sudaderas, cepillo de dientes, y un par de botas, aunque ella prefería sus tenis, Luisa se acomodó la bolsita donde tenía el celular, y algunas ligas para el cabello.

La cabaña del abuelo José no era demasiado grande, pues nunca estuvo pensado para demasiadas personas después de su retiro, tan solo para su esposa y para él. Los troncos que la conformaban eran de un color oscuro mientras que el techo verde iba bien con sus alrededores, como si la casa misma se creyera un árbol, algunas ventanas adornaban ciertos espacios, con cortinas de color blanco con bordados de esos que solo su abuela sabía hacer. El bosque se levantaba a su alrededor, dejando un espacio grande de puro pasto con flores de distintos colores.

Cuando Luisa cerró la puerta estando segura de que no se le olvidaba nada, el abuelo José salió de la casa con una gran sonrisa sobre el rostro arrugado, extendiendo los brazos.

―¡Bienvenidos! ―José se acercó al auto, mostrando su rostro iluminado por la felicidad ―. Me alegro de verlos, Marianne, David. ―Luisa rodeó el carro mirando con cierta resignación el bosque, cuando su abuelo miró a la muchacha soltó un pequeño gritito, acudiendo hacia ella para abrazarla ―. Luisa, cuánto has crecido.

―Nos vimos hace poco, abuelo. ―Soltó la muchacha con una media sonrisa.

―El tiempo pasa tan rápido que uno ya no se da cuenta. ―José miró a su hija y a su esposo arqueando una ceja ―. ¿No van a pasar? ―Preguntó cuando se dio cuenta de que no se bajaban del auto.

―Tenemos que irnos, papá. ―Marianne se miraba en el espejo del tapasol mientras destapaba un pintalabios. ―. No podemos llegar tarde a la junta, además, no quisiera ensuciarme los tacones de lodo.

José se encogió de hombros. ―Bueno, solo puedo desearles un buen viaje.

―Gracias ―David encendió el auto, haciendo un suave ronroneo ―. ¡Cuídense!

―¡Los amo! ―Marianne dejó a un lado la pintura para agitar la mano mientras cuidadosamente el auto arrancaba en reversa, para después desaparecer entre los árboles e irse directo al camino de tierra. Luisa se mantuvo un momento agitando la mano con los labios sellados y el rostro todo menos emocionado.

―Adiós... ―Susurró Luisa mientras se daba la media vuelta para entrar a la casa. José la siguió.

La casa era igual de bonita por dentro que por fuera, era una morada simple, pero acogedora. Algunos sillones rodeaban la chimenea de piedra, la cocina siempre limpia, la mesa del comedor justo al lado con un mantel adornado de flores hechas de tela con un florero justo en medio lleno de hermosos girasoles. Toda la casa estaba llena de cuadros, desde pinturas de retratos, paisajes hasta fotos familiares, donde salía su abuela, José, sus padres e incluso Luisa, pero cuando era más pequeña. La casa olía a madera, a pintura y a flores.

―Ponte cómoda, tu habitación será la última del pasillo a la derecha ―José señaló el lugar donde debía ir con el dedo índice, Luisa tan solo asintió con la cabeza, caminando con lentitud, observando cada uno de los cuadros que reposaban a cada lado del pasillo.

Cuando llegó al cuarto, los tonos verdes y cafés le regresaron la mirada, ¿Qué no había otros colores? Luisa dejó su mochila en una silla cerca de un escritorio, y colgó la bolsa en la cabecera de la cama. Tomó su celular. Sin señal.

"Lo que faltaba", renegó Luisa mientras aventaba el celular a la cama, arrojándose a la suave cama de tonos verdes. "Será un verano muuy largo"

Después de un momento, regresó por el pasillo, encontrándose a su abuelo con un libro entre sus manos y una sonrisa de oreja a oreja.

―Mira lo que encontré, Luisa. ―José se sentó en uno de los sillones más cerca de la chimenea ―. Acostumbraba a contarte esta historia todos los días antes de dormir, ¿No quieres escucharla?

Luisa miró hacia atrás, el pasillo vacío la esperaba con una habitación silenciosa y un celular sin señal. Soltó un resoplido, acercándose a uno de los sillones de enfrente.

Al cabo no tenía nada que hacer. 

Las ruinas del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora