Cuando, a la mañana siguiente, me desperté, Danielle ya se había ido a trabajar. Supo un alivio para mí, no tener que hablar con ella y darle explicaciones de por qué me había ido a mi habitación así como así ayer. Me levanté de la cama con movimientos perezosos, y enfoqué la vista en el reloj digital de la mesita de noche. Diez y media. Suspiré. Apenas había dormido durante unas horas. Estaba algo preocupada por Dani, por como ayer la dejé así. Ella esperaba una declaración de cómo me sentía, de todo lo que me preocupaba. Sin embargo, no le di lo que esperaba. En vez de eso la dejé con la palabra en la boca. Sabía que insistiría si me quedaba allí, así que me fui hacia mi habitación. Ya se lo dije, necesitaba tiempo. Luego hablaría con ambas. Necesitaba pensar las palabras, superarlo, y luego lo veríamos. Después vería como se lo diría. A las dos.
Hice la cama y aún con la ropa interior me fui hacia la cocina, a prepararme el desayuno. Huevos revueltos con bacón. Mi comida favorita por las mañanas. Desayuné en silencio, mientras me concentraba en mantenerme al día en las redes sociales. Luego, bloqueé el móvil, al ver que nada de lo que decían me importaba. Lo dejé al lado del plato vacío que yacía justo enfrente de mí. Y me quedé mirándolo. Ahora me daba cuenta de cuánto tiempo hacía que no me hablaba con mis padres. Más de cinco meses... mucho más. Aún recordaba las palabras de mi padre cuando traje por primera vez a Ian a casa. No lo aceptó. Ni siquiera se dignó a conocerlo. Lo echó a patadas y le prometió que si volvía a pisar un pie en su casa, estaría muerto. En ese momento no creí que lo decía en serio. Sin embargo, me equivoqué, vaya si me equivoqué. Mi padre era capaz de muchas cosas... todo con tal de proteger a su hija. A la hija que prefirió antes a su novio que a sus progenitores. Me arrepentí. Durante todos los días. De todos esos meses. Me arrepentí de no haber confiado en mis padres, ellos me querían y yo tiré por tierra ese afecto que me daban. Y sin embargo, confié en él. En ese hijo de puta...
Agité la cabeza, tratando de rechazar los sentimientos que se agolpaban en mi mente. Todo había sido mi culpa. Y ahora no me hablaban. No me llamaban para ver cómo estaba. Ni siquiera vinieron a verme. Mis padres me odiaban, me odiaban por haber abusado de su confianza. Por haber elegido a un chico que apenas conocía en vez de ellos. Todo era mi culpa. Cerré los ojos. Necesitaba alejar esos pensamientos de mi cabeza antes de que fuera demasiado tarde. No quería llorar, no lo necesitaba. Así que cogí el plato vacío y lo metí en el lavavajillas. Cogí el móvil que reposaba en la encimera y me eché en el sofá mullido de color granate. Durante más de veinte minutos me enfoqué en olvidar todo lo relacionado con las personas que me dieron la vida. Y aunque sabía que tarde o temprano debería de hablar con ellos, no quería pensar, no quería hacer absolutamente nada relacionado con mis padres. Sin embargo, mi cabeza me jugaba una mala pasada. No podía dejar de pensar, de procesar por todo lo que había pasado cinco meses atrás con mis padres y con Ian. No me lo sacaba de la cabeza. Así que, como no tenía nada mejor que hacer, me levanté del sofá y me dirigí hacia mi dormitorio. Me enfundé en unas mallas cortas de color gris y blanco, una camiseta blanca de manga corta y unas deportivas. Me fui al baño y me recogí el pelo en una coleta alta. Y así vestida y peinada, cogí las llaves, los auriculares y el móvil. Nunca en mi vida, aparte de las clases de educación física del instituto, había decidido empezar a correr. Pero hoy creí que lo que me hacía falta era esto. Me había despertado con las sensaciones de que mi vida giraba en torno a ciertas personas, en lugar de centrarme en mí misma. Así que hoy iba a empezar. Iba a empezar a ser feliz. A olvidar al chico que me rompió el corazón en mil pedazos.
Cerré la puerta de mi piso y me dirigí al ascensor, mientras desenredaba los auriculares. Odiaba estos pequeños chismes. Siempre se enredaban. Pulsé el botón con el cuál llamaba al ascensor y esperé. Cuando por fin pude ponerme los auriculares, una voz familiar y algo ronca, sonó a mi espalda.
-Hola vecina – Josh...
Me volví hacia él. No me sorprendió verle con su habitual sonrisa arrogante, con sus ojos verdes ligeramente entrecerrados, mirándome. Pero lo que si me sorprendió fueron las ojeras que se marcaban intensamente bajo sus ojos. Como si no hubiera dormido en toda la noche. Desvié la mirada hacia abajo. Hacia su camiseta de tirantes, hacia sus pantalones cortos hasta las rodillas y hacia sus zapatillas de hacer deporte. Se me pasó por la cabeza que hubiera salido para correr, igual que yo, pero cuando se acercó a mí, vi la bolsa de basura. Suspiré de alivio, por lo menos no me lo encontraría mientras corría.
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En mil pedazos
Teen FictionUn corazón roto en mil pedazos... Su corazón. Amanda White, con sus veinte años, intenta por todos los medios volver a hacer sanar su corazón. Sin embargo, todo se le volverá difícil. La sensación de ahogo es tan grande que incluso la propia Aman...