Epílogo

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Los correos electrónicos, las videollamadas y el envío de regalos en cada cumpleaños y festividad viajaron durante tres años entre Elena Villalba y Astor Toledo. Elena escaló en el mundo editorial, después del éxito de Mancha y su transferencia a otra editorial con la que pasó a las ligas internacionales se dedicó de lleno a un nuevo proyecto; un pequeño edificio en donde junto con algunos compañeros de la carrera ofrecían ayudas a los escritores emergentes, corrección de textos, tertulias literarias y recomendaciones de estilo de manera gratuita. Un año después de la partida de Astor, Elena logró que el ministerio de educación apoyara la iniciativa y patrocinara esos pequeños empujoncitos que le daban a la gente, especialmente jóvenes, para creer que aún ellos tenían algo qué decir. Astor se dedicó a restaurar su fragmentada relación con Dios y con su tío al que el cáncer y el peso de los años lo había hecho más maleable, el escritor cuidó de él durante el año y medio que tardó la noche en llevárselo. Astor Toledo había enfrentado toda clase de dolores, menos el de la muerte y el sentir su bofetada lo hizo volver por algunos meses a su cueva; pero Robín cumplió su promesa con Elena y se convirtió en su amigo, fue él quien viajó hasta el recóndito pueblo y lo sacó de la cama. Pensó en regresar a la capital tras el fallecimiento de tu tío, pero el abogado de la empresa lo contactó y le informó del testamento «esto siempre ha sido de ellos» decía en algún lugar el documento que le confería el poder y ganancias del negocio familiar a Ana María y Astor. Tuvo que permanecer en aquel lugar año y medio más, visitando a su hija dos veces al año y trayéndola durante las vacaciones de verano.

Hubo una madruga en la que Astor llamó a Elena. Él estaba llorando y Elena temió lo peor, pero el escritor interrumpió los sollozos para decir: «He hecho las paces»

—¿Con tu tío? —le preguntó ella.

—No —respondió calmándose—, con Dios. He hecho las paces con Dios. —Entonces ambos lloraron y después se rieron por largo rato.

Elena fue sólo una vez a visitarlo en compañía de Nora y Robín, quienes se comprometieron en matrimonio a los dos años de su partida, el resto de las veces que se vieron en persona y salieron a tomar un café que duraba todo día, Astor vino a la capital y entonces hablaban por horas sin parar de sonreír, ni de mirarse a los ojos, y ninguno de los dos ocultaba su estado por el otro. Sus familias se preguntaban por qué no daban el siguiente paso. Sólo ellos lo sabían.

Sofía autopublicó su primer libro, con ayuda de su padre y de Elena, al cumplir los 10 años y pronto Astor decidió retirarla de la escuela normal para pagar las clases personalizadas en casa con una mayor concentración en las áreas afines de la niña que ya se empezaba a aburrir con el ritmo del colegio.

Astor retomó la escritura y aunque la mitad de su tiempo se la pasaba revisando el funcionamiento administrativo de la empresa, la holgura económica y la restauración de su alma le permitió iniciar algo que le enseñaría a Elena cuando se mudara de nuevo a la capital.

Esa tarde de verano Astor se parqueó en frente de la oficina de Elena y la espero apoyado en el capo del auto. Era una sorpresa, sólo Ana María sabía que esa mañana había vuelto para quedarse.

Elena salió del edificio riéndose con una de sus compañeras y un par de carpetas llenas de textos por corregir bajo el brazo. La chica con la que venía se fue en dirección contraria y la pelirroja buscó, aún con la sonrisa en los labios, su celular para llamar un servicio de taxi. Fue cuando levantó la cabeza que lo vio a unos cuantos metros e instinvamente colgó el celular y lo volvió a guardar.

Astor caminó hacia ella y Elena caminó hacia él. Se chocaron a medio camino y entre risas se abrazaron, el escritor la alzó en el aire y le dio unas cuantas vueltas.

—¿Cuándo volviste? —preguntó la pelirroja con los ojos brillantes de la dicha y aún en sus brazos.

—En la mañana y está vez ya no me iré —dijo mirándola a los ojos, ella se sonrojó y deshicieron el agarre—. Quiero llevarte a un lugar, ¿puedes ahora?

—¿Ahora? —dijo ella mirando su guardarropa, en la blusa blanca tenía una mancha de café, los jeans que llevaba puestos eran los más holgados y ni hablar de su cabello corto y alborotado.

Astor le echó una ojeada rápida y tomó su mano al dirigirse al auto.

—Sí, ahora. Tú siempre estás bonita.

Durante el trayecto cantaron las canciones de la radio mientras reían y sus manos jugaban con la luz del atardecer atravesando el parabrisas, al llegar Astor tomó su mochila, abrió la puerta de Elena con una especie de reverencia que los hizo carcajear a ambos y después le ofreció su brazo para llevarla de gancho hasta el interior de la biblioteca central.

—¿Recuerdas la vez que vinimos aquí? —le preguntó el escritor inclinándose un poco hacia la izquierda para no elevar la voz.

—Sí, estábamos escribiendo Naomi —contestó con una sonrisa melancólica.

Astor la llevó hasta una de las secciones más antiguas del lugar. Miraron los libros por un buen rato, uno al lado del otro.

—Yo te seguí hasta estas estanterías en silencio y tú dijiste que algún día seríamos familia porque teníamos algo en común con todos los nombres que hay aquí —habló Astor en voz baja, observando el perfil sereno de Elena Villalba.

—Somos autores —completó ella el recuerdo tocando los libros, sintiendo su textura y el polvo que los cubría.

—Elena, quiero que estemoss juntos en estas estanterías, pero no como un libro al lado del otro que sólo comparten el espacio. Quiero que seamos un mismo libro, en fondo y forma, quiero que escribamos junto con Dios la historia de nuestras vidas.

Elena se giró para quedar frente a él conteniendo la respiración, sus labios entreabiertos y por algunos minutos las millones de historias que los rodeaban guardaron silencio para escuchar. Astor la miró con ternura y con su mano le acarició el rostro sonrosado retirándole un mechón y colocándolo detrás de su oreja rojiza, dejo su mano ahí, entre su nuca y el mentón.

—Y tú, Elena Villalba, ¿quieres casarte conmigo?

Elena se acercó hasta que sus alientos se mezclaron, luego puso su mano izquierda sobre el pecho del escritor y se elevó unos cuantos centímetros, entonces entrelazó sus labios con los de Astor. Y, por fin, se besaron. Fue dulce y despacio, muy despacio. Cuando el aire les faltó se separaron y abrieron los ojos sólo para comprobar que estaban viviendo un sueño en la realidad.

—Sí —respondió Elena con una sonrisa y los ojos titilantes del agua.

—¿Sí? —preguntó Astor en un susurro.

—Sí —constató y ahora fue Astor el que tomó su rostro entre las manos y se inclinó para besarla.

Se rieron tanto que tuvieron que ponerse las manos en la boca para que no los corrieran del lugar. Astor sacó la pequeña cajita con el anillo y se lo puso con delicadeza.

Elena entrelazó su mano con la de él, parecía que hubieran sido hechas para estar así.

Se quedaron un rato sentados en aquel pasillo, abrazados y mirándose las manos juntas cada tanto. Bromearon sobre las expresiones de sus madres cuando se enteraran, ambas gritarían y enloquecerían con la organización de la boda. Astor le reprochó en tono jovial las largas charlas que tendría que tener con su padre, a lo que Elena sólo dijo «sin suegro no hay novia» y ambos volvieron a reír. Miraron la hora y supieron que ya debían marcharse, se hacía tarde y la noche sería larga al contarle a la tía Paula que tendrían una boda para fin de año.

—¿Has pensado en cuál será la primera historia que escribiremos juntos después de que nos casemos? —preguntó la pelirroja camino al parqueadero de la mano de su prometido.

—Sí —dijo él y la miró con una sonrisa—, se llamará Plagiados Anónimos.

Plagiados AnónimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora