3. "Penumbras"

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El miedo es una muralla que separa lo que eres, de lo que podrías alcanzar a ser❞ 

. . .

Camelia


Ligeros copos de nieves abrazaban a Roma aquella fría mañana de noviembre. El coliseo era una asombrosa capa blanca de montones de ella. Los vidrios polarizados de las ventanas del auto hacían ver el ambiente afuera un poco más denso, no pude evitar recordar la primera vez que vi la nieve en mi completo uso de memoria.

Había esperado por ella durante meses, muchísimos. Ansiaba recostarme sobre ella y acariciarla con mi propio cuerpo, sentir su suavidad. Ni siquiera sabía que podía conseguir una hipotermia, no lo sabía, ¡Lo juro! ¿Qué podría saber una niña de nueve años lo que la hipostenia-hipotecia-hipotermia era? ¡Ni siquiera sabía pronunciar aquella palabra! Había conseguido un fuerte castigo de mi padre aquel día, y no de esos donde te prohibían ver televisión, porque no la teníamos, mucho menos un mes entero sin salir, porque tampoco lo hacíamos. Papá era muy duro. Lo odiaba en silencio. Mamá ni siquiera hizo nada cuando me golpeó por la espalda con la sartén caliente por haberme enfermado de hipotermia.

Desde ese día, las calles blancas se me habían antojado un poco frívolas y amargas

Estaba tan sumergida en mi propio ensimismamiento que no supe en que momento el auto se detuvo y, cuando me di cuenta de ello, fuimos rodeados por un revuelo de periodistas.

—Me haré cargo. —Fue Dante quien, tras un agrio silencio durante el trayecto, habló.

Salió del auto con dos de sus agentes siguiéndole. Los flahes, micrófonos y preguntas no tardaron demasiado en llegar, casi le devoraban, sin embargo, él se mantuvo imperturbable y sereno.

Pocos minutos después, supo cómo cortar de tajo aquella situación porque con una sonrisa y agradecimiento de parte de la prensa, fueron dispersándose y no pude haberme sentido más aliviada por ello.

La brisa me envolvió agresiva cuando bajé del auto, mi cabello se sacudió y la piel expuesta se me erizo. Tuve que abrazarme a mí misma, en ese instante, me arrepentí de no abrigarme para el frio invernal que ofrecía Roma.

Sentí los dedos de Gianna envolverse entre los míos. Me ofreció también una sonrisa cálida cuando la mire por encima de mi hombro y sobre el suyo, La espeluznante mirada que me ofreció los ojos de un hombre al otro lado de la acera, hizo que me detuviera de súbito, enviándome una sensación amarga dentro de la garganta.

— ¿Estas bien? —Preguntó Gia, siguiendo mi mirada.

De pronto, la silueta de los ojos oscuros que me escudriñaban, se perdió entre la espesa neblina.

Asentí con la cabeza aferrándome a su agarre y con la sensación inquietante dentro de la boca de mi estómago, nos adentramos al edificio.

. . .


Nunca había tenido nada en la vida. Algo que me perteneciera, que fuese mío y pudiese reclamar por ello. Ni siquiera un par de zapatillas o alguna vieja muñeca. Sabía que, con mis padres vivíamos de pensión en pensión. De habitación en habitación, de todas nos echaban a la calle como perros, no los juzgaba por hacernos aquello a mí y a mis hermanos, ni tenía la edad para saber lo que significaba aquella palabra, pero sabía que el alcohol y aquel polvillo blanco que inhalaban, no era nada bueno, porque los transformaban en aquellos monstruos de los cuales yo siempre temía que salieran debajo de la cama.

La primera noche que llegué a Roma, llovía a cantaron. Mis únicas zapatillas se habían mojado y tomado un color sucio por los pozos de agua que se formaban en la cuneta. Alessandro, con una sonrisa despreocupada me preguntó que me sucedía y, porque lucia como si estuviese atravesando una tragedia. ¡Lo era! Para mí lo era. Mis únicas zapatillas estaban desastrosas y tenía muchísima vergüenza de confesárselo. Finalmente, después de varios intentos tuve que hacerlo, una carcajada que no comprendía fue su única respuesta, no dijo nada, definitivamente nada y abandonó la habitación. Poco después, cuando anochecía, una estilizada mujercilla de al menos mi edad o un poco más, tocó a mi puerta; la sorpresa no fue su espectacular cabellera y su ropa excesivamente costosa, se reflejaban los euros en todo de ella, no, la sorpresa fue su radiante sonrisa y la pila de cajas de zapatillas que un hombre trajeado de oscuro a su lado sostenía. ¡Eran para mí! ¡Todas ellas!

Camelia +18 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora