Capítulo 20

4.2K 719 87
                                    

No era fan de fumar, pocas eran las ocasiones en que decidía hacerlo; justo ahora llevaba un cigarrillo en mis labios, el tabaco me tranquilizaba y calmaba mis nervios, esos que rara vez hacían su flamante aparición.
A mis costados, dos aprendices de brujo me acompañaban. Eran jóvenes, apenas y llevaban un año controlando la magia; estos chicos no eran como Gian que pudo lograr lo que a ellos les tomó un año, en apenas unas cuantas semanas. Mi chica era poderosa, más que cualquiera de nosotros e incluso si se aplicaba podría serlo más que Sangrieff.
Los Mayores los enviaron conmigo, eran los más “adecuados” para esto, según ellos. Sin duda yo podría solo, pero órdenes eran órdenes.

Hace unas horas descubrimos dónde se encontraba Gian, aunque por supuesto Sangrieff no era estúpido; había cuatro puntos dentro de un perímetro que abarcaba dos manzanas, donde ellos podrían están ocultos. Nos dividimos. Edril iba en compañía de Judeus, otros cuatros brujos más a otros dos puntos y al final los aprendices conmigo.
Tenía la corazonada de que sería yo quien llegaría al sitio correcto, debía ser así.

Detuve mis pasos en la acera. Enfrente había un edificio de ladrillos de aspecto cutre, deshabitado por supuesto. Las ventas estaban cubiertas por madera y poco o nada se podía apreciar a través de ellas; no sentí magia alguna, pero así como podía ocultarse a los ojos de los humanos, también podía hacerse desaparecer para los brujos. Así que no me fiaba.

Di una última calada a mi cigarrillo y tiré la colilla al suelo.

—Es ahí —les señalé con un movimiento de cabeza el edificio.

Ambos se volvieron hacia él. Los jóvenes no pasaban de los veinte, eran gemelos, hijos de una joven bruja que pasó su linaje a ambos. 

—No sentimos nada —dijeron al unísono.

—El que no lo sientan no significa que no hay algo ahí —dije serio— Sigan cada una de mis órdenes, ¿entendido?, el edificio debe tener demonios dentro.

—De acuerdo —aceptaron.

Me coloqué la capucha y los tres cruzamos la calle desolada; era de madrugada, no había gente, ni siquiera asomaban sus narices después de las ocho de la noche, tenían miedo y hacían bien en tenerlo.

Al poner un pie dentro del edificio el olor desagradable golpeó mis fosas nasales; hice una mueca en desagrado, si bien, aunque me hallaba familiarizado con el olor a azufre y putrefacción que poseían los demonios, nunca me resultaba grato el palpar su olor.

—Huele horrible —masculló uno de los aprendices mientras llevaba la manga de su sudadera a la nariz.

—Te acostumbrarás —aseguré.

Eché un vistazo rápido al lugar, había pasillos a diestra y siniestra y unas escaleras en mal estado que llevaban a los pisos de arriba.

—Ustedes encarguense de la planta alta. Si ven un demonio no duden en atacarlo, por nada del mundo permitan que los toquen… a menos que quieran morir —les expliqué. Ellos asintieron y se dirigieron escaleras arriba al tiempo que yo me encargaba de la planta baja.

Caminé rápidamente pero siendo cauteloso y manteniéndome atento a cualquier ruido o movimiento; el suelo crujía bajo mis pies, una ligera capa de polvo cubrió mi visión. Llegué a la primera habitación y no encontré nada en ella, como tampoco en las cuatro siguientes, todo se hallaba vacío. Maldije en voz baja y volví para revisar el siguiente pasillo.
Sin embargo, un sonido fuerte proveniente de la planta alta me detuvo; oí gritos y corrí deprisa hacia donde provenían; subí de dos en dos los escalones y me arrastré por el suelo golpeando la pared con mi pie y no porque me haya resbalado, sino que justo encima de mí voló el cuerpo de un demonio. Su sangre negra salpicó mi suéter. Me lo quité de encima cuando aquel líquido espeso comenzó a quemarlo.

Elegida ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora