EPÍLOGO

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— ¿Idina?

—Oh, te habías tardado, cariño.

Ella observó a su alrededor, ajena del fuego que emergía del mismo averno, evaporándose gracias a las lágrimas que caían del cielo. Porque cielo y el infierno eran dos amantes en guerra que aún nadie enfrentaba.

— ¿Qué sucede?

El reflejo de la Luna besó la hierba recién rociada y con ella dejó que las tinieblas blanquecinas se disiparan, al igual que el aroma fresco del bosque. Cada avecilla fijó su atención en el pequeño espacio iluminado y cantaron, en tanto las ramas se expandían sobre el cielo, a ver quién llegaba más alto.

Idina tocó los pétalos de las rosas que reposaban sobre su regazo y sonrió.

—La Luna y el Sol...—suspiró las palabras, en una vaga alegría que se desvaneció entre el viento invernal que sopló desde las montañas—. Ahora viene lo más difícil. Eila cumplió con su parte, y los dos tortolos ya están perdidos en su amor por el mundo, quién sabe dónde.

Volvió a elevar el rostro hacia el cielo estrellado que le sonreía lejanamente, recordándole cuán bella había sido esa noche, años atrás. Entonces clavó sus extraños y brillantes ojos en ella, casi enternecida de no haber sido por el aplauso que dio, caminando.

—Entonces, ¿qué sucede?—preguntó de nuevo, mirándose las manos, sin conocerlas—. ¿Qué hago aquí?

Idina volvió a tocar la rosa y la dejó ir en un pequeño riachuelo que resonaba entre las piedrecillas blancas. El rumor de la hierba bajo sus pies reclamó, al igual que la oscuridad del bosque.

—Un idiota miroir y otros reflejos dejaron al descubierto nuestro mundo y ahora no viene solo la guerra, sino el fin de todo, junto a desapariciones—susurró lo último.

Las velas parpadearon al tiempo con un canto lejano perdido en medio de las nubes esponjadas y las rocas rígidas, esperando... siempre esperando...

— ¿Y el resto de la profecía?

—Está por cumplirse—asintió Idina, varias veces, caminando con cuidado para apagar las velas, una por una, cediendo al arrullo de su voz, junto a la dulce melodía que viajaba por las ramas y florecillas—, de nuevo...

La Driagna dio unos cuantos pasos más para divisar el amanecer que se acercaba, dejando que el incienso y el humo se desprendieran hasta dejar impregnado su aroma peculiar sobre las rocas más oscuras. Los espirales dejaron su rastro. Cubriendo su larga cabellera con un manto, admiró la belleza del Sol emergiendo finalmente, como un ave, renaciendo.

Tocó el pasto con sus manos y volvió a sonreírle.

Fue entonces que lo supo, admirando la grandeza de los árboles. Y en voz baja, apenas audible para la misma naturaleza que le observaba curiosa, pronunció lo que había estado esperando, dejando que los vientos del norte y el sur, del este al oeste, se encontraran, cantando y llevando el mensaje:

—Es hora.

CONTINUARÁ...

REFLEX [✔#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora