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Cadenas

En la oscuridad, las tinieblas se apoderaron; para librar, para amar y para sentir.

Las gotas de lluvia repiqueteaban contra el ventanal en el que reposaba mi frente. Los árboles se removían entre sí, como si lucharan entre ellos, buscando demostrar quién era el mejor, el más fuerte, mientras la fuerte ventisca los hacía débiles. El sol se había ocultado entre las nubes, asustadizo, dejando que el cielo grisáceo viajase por la lejanía de éste mismo.

Tan gris y lucido como los ojos de aquel joven.

El recuerdo pronto vino a mi mente, la sensación como un suceso lejano de algo desconocido, en mis mejillas; la destreza con la que me había tocado, con delicadeza pero seduciendo cada parte de mí con sus miradas y caricias y en mis labios; el beso. Aunque había sido una salvación, también la sensación de su aliento fresco colisionando con el mío, contó como una nueva perdición que no había querido salir de mi mente ese fin de semana.

Quería vivir. Jodidamente lo quería.

Y él, de forma anormal y extraña, lo había hecho.

Recordaba sus palabras y eso me desestabilizaba, me descolocaba. Al igual que la repetitiva imagen y sensación de sus labios rojizos. De algún modo supe la importancia de él en mi vida, en cuanto la gota plateada pareció abrazarme con su propio calor.

Sí bien una vez había intentado escapar a los catorce años, y terminé en una tina con hielo, con cadenas en mis brazos, piernas y cuello, temblando, con un terrible resfriado después, con la sensación del frío colándose por mis huesos y cada parte de mi cuerpo entumecida mientras los sirvientes de Cid seguía echando hielo a la tina, no había olvidado la idea de huir.

Tenía diecinueve años y permanecía encadenada a él, con la idea de que, en el intento, podía perder mi vida. Existía la pequeña posibilidad de que ocurriese algo, que cometiera un error o fuese lo suficientemente descuidada como para que me atrapara de nuevo, y perderme más a mí misma. Y no quería, no quería estar de ese modo, tener que curar mis propias heridas como tantas veces ya lo había hecho, no porque no lo soportara o si quiera sintiera, sino porque me hacía olvidar una parte de mí, me quitaba toda esperanza que había resguardado.

Moría de una u otra forma.

Pero sin sentir.

—Esa parece una sonrisa—irrumpió el ama de llaves de Cid, una mujer inquietante, atroz que simplemente no podía dar una sonrisa o no podía hacer un favor sin recibir algo a cambio—, y tú no sonríes.

No provocaba nada en mí, sin embargo con sus comentarios y miradas fijas, buscaba sacarme información que jamás estuve dispuesta a proporcionarle. A Helia no le interesaba si alguien salía lastimado, sacrificaba, si era necesario; al resto de los empleados, con tal de ella quedar bien y recibir una buena cantidad de dinero que, sin duda, Cid le había dado a lo largo de los años.

—Yo no sonrío—susurré mientras me alejé de la ventana para ir por un abrigo.

Ya se hacía noche y ya que ella había entrado a mi habitación, no podía disfrutar de la soledad desde mi ventana.

—Claro que sí—aseguró, demostrando que tenía la razón—, lo estabas haciendo hace un segundo, ¿acaso lo sabes? –El tono de su voz fue fuerte, demandante y aparentemente, lleno de malicia.

— ¿Saber qué?

Me tiré en uno de los sofás blancos que tenía al lado de mi cama, donde era prácticamente prisionera, y abracé una almohada.

REFLEX [✔#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora