P R E F A C I O

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«Somos nuestros propios demonios
y hacemos de este mundo nuestro propio infierno»

—Oscar Wilde

3/4/18

Los gritos aún vibran en mis tímpanos, la imagen de la sangre en las paredes sigue fija en mi retina y sus rostros sin vida continúan atormentándome, como si todo estuviera ocurriendo en este instante, como si no fuera un maldito recuerdo que vive en mi mente desde hace demasiados años.

Abro los ojos y siento que vuelvo a nacer, y vaya que sé de eso, pero mi pulso se mantiene acelerado, el sudor en mi cuerpo sigue fresco y no hay forma alguna en la que logre ralentizar mi respiración. De igual modo, hago acopio de toda la fuerza que queda en mi interior para incorporarme y, en un intento por sacudir el atisbo de desesperación que aún late en mis venas, cubro mi rostro con las manos.

Por más que trato, no puedo dejar de percibir el dulce aroma a mora y yerbabuena derramado en la alfombra, mezclado con el metálico olor de la sangre que intenta corroerlo todo. Tampoco soy capaz de ignorar las punzadas que siento en mi abdomen: se sienten demasiado reales, demasiado recientes.

Tras una eternidad reducida a unos cuantos minutos, desisto de mi inútil esfuerzo, así que destapo mi rostro y me repito que solo ha sido una estúpida pesadilla, que mi cuerpo está en un lugar lejano a aquel en el que mi mente se encuentra.

Entonces, casi por arte de magia, el miedo que me consume se disuelve al darme cuenta de que el familiar olor a pino es el único que se percibe en el ambiente, lo que significa que estoy en mi departamento. Dejo escapar un suspiro de alivio y me levanto de la cama. Le concedo el control de mi rumbo a mis pies, con fe en que la inercia y la memoria espacial no me fallen porque mis sentidos me traicionaron durante mi etapa más vulnerable.

No me pasa desapercibido el hecho de que sigo completamente vestido, así que me quito la camiseta con la esperanza de olvidar que está empapada, con la esperanza de ignorar aquello que causa mi absurda sudoración.

Mi mente se rehúsa a hacerse consciente del paso del tiempo y mi cuerpo sigue actuando por instinto. No es hasta que percibo el olor a café recién hecho que me doy cuenta de que he vuelto a la realidad.

Rebusco entre los bolsillos de mis vaqueros hasta que encuentro lo que necesito: una inminente forma de morir y su catalizador, entonces enciendo el cigarrillo y me deleito con la imagen del fuego consumiendo todo a su paso.

Doy la primera calada esperando que el humo llene por completo mis pulmones y lo recibo con los brazos abiertos.

Soy plenamente consciente del daño que me hago, pero intento ver cada calada como un acto de bondad, como un paso menos para llegar a la vida después de la muerte... o, en mi caso, a la vida, porque yo llevo muerto más años de los que me gustaría.

En un intento por deshacerme de esos oscuros pensamientos, cojo mi taza llena hasta el tope y atravieso lo que me parecen mil obstáculos para poder llegar al balcón.

Abro la puerta corrediza y tomo asiento en primera fila para disfrutar de la monótona silueta de Kensington, mi no tan merecido lugar en el mundo, mientras permito que la cafeína termine de despertarme por completo.

Me deleito con otra dosis de nicotina y es entonces cuando noto que mis nudillos están completamente destrozados. No logro recordar cuándo fue la última vez que me metí en problemas por culpa de la heroína, pero esto debió ser muy grande para sacar a mi lado salvaje de su retiro espiritual.

Sigo recorriendo mi cuerpo con la mirada y noto cada vez más señales de agresión, pero nada de eso guarda importancia cuando fijo mi vista en las cicatrices que tengo en mi abdomen, el constante recordatorio del peor día de mi vida.

«Basta, Kieran. Deja de pensar en esa mierda...» —me repito como un mantra mientras acaricio mi único tatuaje, como tratando de remarcar las letras que lo componen.

Concentrarme en la tinta indeleble que yace en mi piel me hace recordar a los enormes ojos castaños con los que no he parado de soñar... cómo me gustaría que Ciara estuviera aquí y me ayudara a despejar la mente una vez más.

Salgo de mi ensimismamiento cuando me quemo la lengua con el café. Me siento traicionado, así que suelto una maldición y descuido la taza en cualquier lugar.

Doy otra calada a mi cigarrillo y trato de recordar lo que hice durante estas últimas horas: el domingo fue mi cumpleaños, así que estuve, por lo menos, un día y medio drogado... si no es que sigo estándolo.

Tengo el presentimiento de que no voy a tener ni puñetera idea de qué pasó, pero tampoco es que me interese demasiado averiguarlo.

Mis dedos vuelven a mi tatuaje, hasta que una idea interrumpe la acción de la que me hago consciente casi por accidente. Desecho la colilla en la taza de café y camino a pasos agigantados hacia mi estudio, donde me limito a sentarme frente al ordenador para empezar a escribir como poseso:

Eran las dos de la mañana cuando ella entendió que iba a morir, pero eso no le impidió regalarle una última mirada de súplica a su verdugo...

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