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Amy se despertó con la cabeza dándole vueltas. Fue palpando su cuero cabelludo poco a poco en busca de cualquier golpe.

No encontró absolutamente nada. Su cabeza estaba como siempre, solo que por dentro la sentía como si le hubieran partido una botella. No comprendía aquello. ¡Venga ya! No le habían echo daño exteriormente. Se dio cuenta de una cosa. El cuchillo ya no estaba en sus manos. Ni su móvil en su bolsillo.

Intentó gritar, desfogarse, pero solo le salió un grito estrangulado del que se sintió poco orgullosa. No sabía cuanto tiempo había pasado inconsciente, pero según su intuición supuso que era de noche.

Tocó su pelo, y utilizó su mano a modo de peine para arreglárselo un poco. Cuando estuvo bien, según notó, se levantó tímidamente. La habitación le daba vuelas. Todo le parecía confuso. Puede que porque no estaba en la habitación en la que se quedó inconsciente. Era una habitación que no había visto ni había estado nunca.

«¿Dónde estoy?».

Examinó la habitación detenidamente, pero no había mucho que mirar. Unas paredes blancas bastante deterioradas se extendían hacía arriba. Una luz amarillenta iluminaba la sala. Hacía calor para aquel pijama, y olía a viejo y sucio. Ya está. No había más que examinar salvo el suelo de lozas oscuras, contrastando contra las paredes. Ni siquiera había una puerta, lo que hizo que se sintiera atrapada.

Atrapada y observada. Aquella impertinente voz no la estaba molestando, pero, como se dijo ella misma:

«Ese era el menor de sus problemas».

Escuchó como algo se movía junto a sí, y miró a la dirección de la que procedía. No vio nada salvo una inexpresiva pared blanca. Le pasó lo mismo a sus espaldas. Sintió como si alguien le estuviera tocando el cuello.

Una molestia parecida a la que le provocaban las gotas de agua que le caían de los pelillos que no habían quedado cubiertos. Pensó en ellos.

Eso no era agua.

Se asustó al oírlo, y un escalofrío la recorrió al completo. Aquella persona había estado tocándola. Aquella cosa. Lo que fuera.

Necesito salir de aquí, y no hay salida.

Sí que la hay, solo tienes que saber verla.

La joven comenzó a palpar las paredes con sus manos. Miró una de ellas y no dio con ninguna solución. Iba pegada a ellas, sin despegarse de ellas en ningún momento. Palpó otra. Nada. Otra. Nada.

Cuando llegó a la última, rezó para que hubiera algo. Lo que fuera. Ahí no había nada. No había salida.
Se sentó en el suelo, y cerró los ojos.

Se tranquilizó. Pensó en lo que le había dicho.

«Puede que la salida no tenga por qué estar en una pared».

Miró al techo, y lo descartó. Se puso de pie, y recorrió un poco de la habitación. Unos segundos después se precipitó a un agujero invisible. Antes solo era losa oscura, y eso fue en lo que se convirtió su panorama, en oscuridad.

La Noche Eterna [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora