|4| Cuando ya no había nada que perder

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La casa donde Linda había transitado la mayor parte de su vida quedaba a tan solo treinta minutos de distancia de la Universidad Gold North. Sin embargo, hacía tres años, durante el primer año de cursada, Rose y ella habían decidido mudarse a uno de los edificios del campus. La decisión no había sido fácil para ninguna. La idea de abandonar sus hogares para embolsar esa gran responsabilidad era atemorizante, mas llegaron a la conclusión de que era lo correcto. Debían empezar a formarse para enfrentar lo que el futuro les deparaba.

A pesar de esa firme convicción, despedirse de su padre había sido casi desolador para Linda. Desde el divorcio con su madre y durante años, ellos solo se habían tenido uno al otro. Habían formado un equipo juntos, apoyándose en todo. Atenuar la fortaleza de ese vínculo al marcharse fue un golpe duro que provocó su llanto y las lágrimas mojaron su almohada la primera noche que pasó en el campus. Todos sabían que era la niña de papi, así que no se molestó en ocultarlo a sus amigas... pero fue sumamente cautelosa en no mostrarlo frente a él.

Tan solo una semana después, en el campo de deportes donde se encontraba practicando junto al cuadro de porristas, una sorprendente noticia llegó a sus oídos. Los jugadores de fútbol estaban comentándola con evidente admiración y entusiasmo:

—¡Fabrizio D'amico será nuestro entrenador! ¡Hombre, ¿puedes creerlo?! ¡Nuestro maldito entrenador!

Linda se sentía tan pasmada como ellos. De hecho, se negó a creerlo hasta que lo vio por sí misma, de pie a un costado de la cancha, usando una gorra de Gold North y un silbato colgando alrededor de su cuello. Él notó que su hija se acercaba y le mostró aquella sonrisa característica suya, la misma que solía plagar las portadas de las revistas tiempo atrás.

—¡Hola, damita! —la saludó.

Linda iba a exigirle una explicación, pero se vio imposibilitada para hablar. En cambio, apuró el paso y enredó sus brazos alrededor del cuello de su padre. Éste le devolvió el abrazo con fuerza y murmuró en su oído:

—¿Creíste que estaba listo para dejarte ir?... Ni en un millón de años.

A pesar de que ya no vivían juntos, se veían diariamente en los entrenamientos. Aquello fue un consuelo enorme para la joven, quien se sentía complacida de tener allí a su papá. Sin embargo, aún extrañaba su casa, por eso eran tan importantes para ella los domingos que podía ir de visita.

Rose estacionó frente a su hogar. Siendo que ambas pertenecían a la misma ciudad, era en vano ir en dos coches diferentes. Se turnaban para conducir los fines de semana y, como la noche anterior Linda había accedido a asistir a la fiesta de James Bieber aún contra su voluntad, ese día le tocaba a su mejor amiga hacerse cargo del volante. De todas formas, no se había quejado mucho.

—Así que, su nombre es Justin Bieber —reiteró Rose, una vez que hubo apagado el motor.

—Sip —confirmó Linda.

—Y es hermano de James —articuló distraída, tomando la taza descartable que había en el portavaso frente al estéreo y dando un trago a su café.

—Sí.

Luego, un largo lapso de silencio se instauró en el automóvil. Linda observaba por la ventanilla la vivienda que ésta exhibía. Podía ver la luz de la sala encendida y ya se imaginaba lo que iba a encontrar dentro. Sonrió, anticipando la alegría que le iba a provocar volver a cruzar el umbral de su casa después de tantas semanas.

—Se parecen mucho.

El comentario de Rose hizo que llevara su atención a ella. Seguía bebiendo su café mientras miraba al frente, a través del parabrisas, con aire taciturno.

Palabras CalladasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora