Capítulo III

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Mi piel palideció, en un instante, el matiz moreno de mis tejidos se había esfumado, dejando atrás una hoja en blanco marcada con surcos violetas.

El tono rosado de mis labios juveniles desapareció de su nicho desgarrándolos a su paso.
El negro de mis pupilas dilatadas cubrió mis ojos marrón claro tornandolos oscuros como la puerta causante de mi terror.

Di unos pasos torpes y rudos hacia atrás procurando alejarme de aquel recóndito y oscuro rincón de penumbras.

Repentinamente, el tacón de mi zapatilla izquierda, encontró un obstáculo en una abertura del piso, enterrandose, haciéndome perder el equilibrio, con unos movimientos similares a los que se dan en estado de ebriedad, caí al suelo golpeando gravemente mi coxis, el dolor era intenso y punzante, lo único que podía hacer era frotar la zona afectada y contener las lágrimas que luchaban por salir de la cuenca de mis ojos.

Estando aún tendida en el piso tratando de aliviar un poco mis dolencias, escuché pasos u ecos y pesados que se aproximaban adonde yo estaba, el pasillo era angosto, así que el único lugar en el que podía ocultarme era detrás de un enorme reloj de origen inglés, cuyas manecillas se encontraban extraviadas, confundidas entre el horario, su funesta melodía era tan impredecible como la caída de un rayo durante una tormenta, así que sin aviso orquestaba una de las más tenebrosas y trágicas armonías.

Era lo suficientemente grande para cubrirme por completo si doblaba un poco la espalda.

Y así lo hice, me puse detrás de la figura de aquel reloj, que en esos momentos se había convertido en mi cómplice, me sorprendí cuando pude observar la silueta oscura de Marco, aquel hombre plagado de misterios hasta en el cabello, pero no estaba solo, otro hombre lo acompañaba.

Era un tipo robusto de tez morena, bajo y con una barba desaliñada, los ojos envueltos en una oscura sombra que producía un efecto paralizante en quien lo observara, lo cual hacia juego perfectamente con el color terracota de su iris. Usaba un traje carmesí de lana, y una pañoleta violeta atada al cuello a manera de corbata, La manera en que caminaba era firme y estricta, con la espalda erecta y los hombros atrás en todo momento parecía tener mucha disciplina.

Este hombre desconocido, sacó de entre sus ropas una caja de madera adornada al estilo barroco, se la entregó a Marco y regresó por el mismo camino por el que había llegado, así, sin decir una sola palabra y sin perder esa faz de imperturbable que figuraba su rostro.

Marco abrió la caja con suavidad, y pude observar algo brillante, era una llave, pero como ninguna que hubiese visto antes, al igual que la puerta, esta tenía la forma de un engrane en la parte superior, bajaba en una curva y al final, había dos muescas talladas que parecían dos triángulos dispuestos en fila. No cabía duda, era la llave de esa habitación extraña.

Lo último que vi, fue a ese hombre, perderse entre la oscuridad de la recámara, la puerta se cerró detrás suyo mientras el sonido de sus pasos se ahogaba en el interior.

Salí cuidadosamente de mi escondite, dando pasos suaves sobre el vieno, me deslizé delicadamente sobre el piso sin dar advertencia de mi concurrencia.
Ser sigilosa ha sido siempre una de mis virtudes más notorias, desde la infancia, parecía ser un fantasma, un aliento transparente que vagaba por la casona, nunca nadie notaba mi presencia, y eso lejos de encerrarme en un estado de tristeza, me daba tranquilidad, me llenaba de paz pasar tiempo conmigo misma sin que me molestaran.

Regrese sobre mis pasos, retrocedí por aquel laberinto adornado de papel tapiz tintado de vino.

Cuando por fin llegue a la sala de estar, mi mente estaba convertida en un océano de teorías, unas congruentes y otras totalmente disparatadas producto de la paranoia.

El raciocinio libraba una batalla a muerte contra la posibilidad de algo parantural que sobrepasaba los límites de lo conocido.

En medio de esta tormenta de pensamientos abstractos apareció Eva, y con una sonrisa que rebozaba ternura me acarició la mejilla mientras dos cristales resbalaban por su rostro formando lagunas en medio de los olluelos de sus mejillas.

En todos estos 18 años jamás había visto a Eva llorar de una manera tan sincera y real,esas lágrimas reflejaban dolor profundo y auténtico,  esas pequeñas gotas cristalinas decían por si sola lo que su voz quebradiza no podía expresar con el temblor de sus labios.

Entonces me soltó, seco suavemente la humedad de su rostro con un delicado pañuelo de lino azul, y salió lo más rápido que sus músculos entristecidos podían avanzar.

Parecía la escena macabra de un funeral. Yo era el cadáver que aún respiraba y Eva la asistente dolida que se aferraba a mi cuerpo sin vida.
Me petrifiqué cual si sufriera de rigor mortis, me perturbaba la idea de que alguien me llorará de una manera tan emotiva, sintiéndome yo perfectamente.













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