17.

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Sherlock.



Sherlock había decidido llamar a un experto en el arte impresionista, únicamente para corroborar sus pensamientos y además, asegurarse de que sus sentimientos ya no se dirigían en la misma dirección.

—¿Qué es lo que pienso de Monet?—Victor replicó después de hacer una mueca, fingiendo pensar en alguna opinión constructiva y llena de conocimiento sobre el artista. Pero Sherlock sabía de antemano que lo que saliera de la boca del drogado pelirrojo sería una estupidez (y sabía que lo estaba, porque había comenzado la conversación tosiendo)—. Pues de lejos, sus pinturas están bien, pero una vez que las miras de cerca, te das cuenta de que es un gran desastre. Aunque son buenas. ¿Comenzó a gustarte el impresionismo, Sherlock?

Sherlock se encogió de hombros, mirando hacia la pintura del cráneo en la sala. Era opaco y lúgubre, y por alguna razón se había sentido identificado. Comenzó a preguntarse cuál era su obsesión con los cráneos y el arte gótico.

—Quizá sólo me gustan los desastres—explicó, dejando entrever una sutil sonrisa, con la imagen de cierto rubio rondando dentro de su cabeza.





En realidad, el desastre era él.

Eso pudo saberlo al entender la clase de problema que había causado por su egoísmo y terquedad. John Watson no había sido más que un amable compañero dispuesto a salir con él a pesar de la inseguridad acerca de su posible atracción hacia los hombres.

Una carta de disculpas no sería suficiente, tampoco un discurso frívolo sobre cuánto lo sentía, porque, al fin y al cabo, Holmes no era capaz de mostrar simpatía con facilidad, y el expresar sus sentimientos con espontaneidad y empatía hacia la persona ajena resultaba... jodidamente difícil.

Cansado, decidió que lo mejor sería dejar el tema a un lado, al menos en ese momento donde hacer algo al respecto resultaba imposible. Desconocía su hogar, y aunque pudiese deducirlo con aquella vez donde John lo visitó (si su casa yacía cerca del centro y tuvo que tomar dos metros para llegar a Baker Street, podía probar suerte buscando a los alrededores de las calles donde a) estuviese relativamente cerca una estación de metro pasando dos estaciones donde tuvo que haber parado y b) tuviese un jardín amplio pero descuidado). Suspiró. Se sentía patético tratando de decir la dirección de John Watson porque ni siquiera tenía su número.

—¿Tu amigo...?—Mycroft comenzó, alzando una ceja mientras se esforzaba en hallar las palabras adecuadas para el consuelo de su hermano menor—... Victor, ¿no es así? ¿Sabe que... uh... estás enamorado de él?

No es como si pudiese mentirle a estas alturas, no cuando lo llamó a mitad de la noche vociferando sus ridículos sentimientos hacia su mejor amigo.

—No, y ya no es importante—Mycroft le lanzó una mirada inquisitiva, y Sherlock no pudo hacer más que suspirar—. Supongo que fue un desliz porque, uh, no suelo tener amigos cercanos y confundí lo que sentía. ¿Contento?

Mycroft esbozó una sutil sonrisa. No era difícil adivinar que para el mayor de los Holmes, Victor Trevor resultaba una amistad inaceptable e irracional, pero no podía controlar la vida de su hermano por más que lo deseara entre ratos.

—Eso no es todo, ¿verdad?—inquirió el mayor, arqueando una ceja—. No pudiste darte cuenta por ti mismo. ¿Qué fue lo que cambió, Sherlock?

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