19.

5.4K 734 623
                                    




Mycroft.





Inminente estupidez. Mycroft estaba seguro de que terminaría haciendo algo inadecuado o impulsivo. Conocía a su hermano y por más que éste se creyera impasible, frío y un «sociópata», el mayor de los Holmes era consciente de que aquello no eran más que coartadas que desviaban la atención de la verdadera personalidad de Sherlock Holmes, ya la verdad es que era un sentimental empedernido.

Advertirle fue inútil. Y ahora, ¿qué más podría hacer, sino buscarlos hasta tenerle frente a él? Sherlock no respondía las llamadas y tampoco se había presentado a la universidad ese día, y lo supo porque su profesor se había tomado la molestia de dejar un mensaje en la contestadora del apartamento en Baker Street.

«¿Señor Holmes? Me preocupa que usted decidiera faltar este día a clases, ya que, como usted sabe, mañana es la entrega de los proyectos en pareja. Supongo-y espero-que tuvo un inconveniente que se le permitirá justificar el día de mañana.»

Curiosamente, y para su mala fortuna, a Mycroft no le sorprendía la poca responsabilidad y falta de sensatez de su pequeño hermano en cuando a sus escasos deberes. Y si hubiese sido por él, simplemente habría dejado que vagara por los lares de toda Londres como el adulto que alegada firmemente ser. Pero, por órdenes superiores, fue obligado a buscarle.

Y, por órdenes superiores, se refería a su madre.

    —Estoy demasiado ocupado en este momento como para trabajar de niñero de un hombre malcriado de veintiún años—replicó desde el teléfono, formándosele una mueca de puro disgusto.

    —¡No puedo creer que seas incapaz de hacer un espacio para la familia, Mycroft! Así no fue como te criamos—Mycroft rodó los ojos y exhaló profundo—. Sé la cara que estás haciendo en este mismo instante, jovencito. ¡Es tu hermano! ¿Qué harías si le pasara algo?

    —Celebrar—musitó. A Mycroft le parecía ridículo que su madre siguiera llamándolo jovencito cuando le faltaban tan sólo un par de años para alcanzar los treinta. Además de que lo consideraban como uno de los hombres más importantes para toda Inglaterra. Él era el maldito Gobierno Británico y su progenitora seguía llamándole como si tuviese diez años.

    —¡Mycroft Holmes!

    —¡Bien! Buscaré a ese holgazán.

    —Gracias, querido. Sabía que podía contar contigo—y colgó.

La señora Holmes sabía cómo obtener justamente lo que quería. Mycroft era consciente de ello, y aunque supiera que su madre era una experta en el arte de la manipulación y demás, no podía desobedecerla, por más poderoso e influyente que fuera en todo el país. Así que se tragó su orgullo y dejó pendientes unos cuantos asuntos políticos prácticamente banales para comenzar con la búsqueda de Sherlock Holmes.














Decidió comenzar por la universidad, como punto obvio y para atar cabos sobre la aparente desaparición de su hermano. Porque Mycroft sabía que no estaba secuestrado ni en peligro. Aunque existían alternativas positivas y negativas.

El mayor de los Holmes era consciente de lo erróneo que resulta empezar a armar teorías antes de conocer los hechos reales. Uno empieza a deformar los hechos para que entren en las teorías, en lugar de las teorías a los hechos. Lo sabía. Sherlock también. Pero no pudo evitar sentir un mal presentimiento al asumir el rechazo de John Watson.

Podría estar tirado en uno de los recovecos de algún edificio abandonado, junto a esos vagabundos, influenciándolo a drogarse de nuevo. E imaginar a un Sherlock alienado, con ambas pupilas dilatadas y el cuerpo empapado de frío sudor le causó un estremecimiento.

DON'T YOU KNOW. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora