I El vuelo de los patos

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Y tú ¿Eres la soñadora o sólo parte del sueño de alguien más?

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—No quiero que hagas nada raro —repitió por quinta vez Adela, temiendo que su hija la avergonzara como en tantas otras ocasiones. Ya apenas las invitaban a las reuniones familiares.

—Lo sé —dijo con fastidio la chica.

—El matrimonio es uno de los eventos más importantes en la vida de cualquier mujer, deseamos que todo salga perfecto. El más pequeño descuido podría arruinarlo y no queremos que tu prima Helena esté triste en un día tan importante, ¿verdad?

—No, no queremos eso —suspiró con cansancio, admirando el paisaje.

Llevaban al menos seis kilómetros en una carretera que cruzaba un tupido bosque, con los árboles desfilando monótonamente tras el cristal. La chica bajó el vidrio y asomó la cabeza por la ventanilla. Inhaló y llenó sus pulmones del fresco aliento de los árboles.

—¿Qué haces Casy? ¡Entra la cabeza ahora, no sabes lo peligroso que es eso!

Casandra obedeció.

—¡Y cierra esa ventana!

Nuevamente hizo lo que le pedía su madre, sin protestar. "Casandra, no saques la cabeza por la ventana, Casandra, no corras, Casandra, no saltes, no grites, no hables, habla, bájate del árbol, toma tus medicinas, bla bla bla". No había cómo hacerla feliz.

Tal vez estándose quieta, como un muerto, pero ella no estaba muerta.

—Prometiste que te comportarías. Ni siquiera hemos llegado y ya me causas disgustos...

Un fuerte sonido, como de una explosión,
las alertó. El auto comenzó a zigzaguear. Adela no necesitaba ser una experta para saber que se le había pinchado un neumático. Aun así bajó a revisar.

—Tú quédate en el auto —ordenó a la chica, que ya tenía medio cuerpo afuera—. ¡Esto era lo último que nos faltaba! —gruñó, sacando el pesado neumático de repuesto que llevaban y las herramientas que creyó necesitar—. ¡Esta maldita cosa está muy apretada! —Intentaba, sin éxito, girar las tuercas para quitar el neumático.

—¡Yo puedo ayudarte, vi muchas veces a papá hacerlo! —gritó la chica desde el auto.

Estaba pegada a la ventana viendo lo que hacía su madre.

—Olvídalo. Tendré que llamar una grúa.

—¡Pero yo puedo hacerlo!...

Para mala suerte no había señal. Adela levantó el brazo con el teléfono en la mano, moviéndose de un lado a otro, intentando captar la bendita señal. La muchacha la veía divertida desde el auto, dando brincos con la mano en alto. Le reconfortaba el comprobar que ella no era la única en hacer cosas raras. Cinco minutos después volvió al auto.

—Puedo regresar caminando a la estación de servicios por la que pasamos y pedir ayuda —ofreció Casandra.

—Está a más de tres kilómetros y, con lo distraída que eres, llegarías mañana, si es que llegas —refunfuñó la mujer, sacando un pañuelo y limpiando las pequeñas gotas de sudor que perlaban su frente.

Al parecer, estarían allí bastante tiempo. La chica encendió la radio.

...Se espera que, a partir del fin de semana, las temperaturas bajen y no se sorprendan si caen unas cuantas gotas...

—Algo bueno, al fin dejará de hacer este calor espantoso —Adela se abanicaba con la mano, pese a haber encendido el aire acondicionado.

Una canción que la chica conocía comenzó a escucharse y no dudó en tararearla, lo que terminó por agotar la poca paciencia que, después de diez minutos detenidas en la carretera, le quedaba a su madre.

Los sueños de CasandraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora