VIII El engaño de Franco

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Una intensa lluvia cayó sobre el pueblo al día siguiente. Helena veía por la ventana de su cuarto cómo el viento desarmaba los bellos arreglos florales que decoraban el jardín, esparciendo los pétalos por doquier. Ni siquiera las mesas se salvaron, pues varias fueron volcadas por la fuerte ventisca. Una lágrima rodó por su mejilla cuando guardó en el clóset su vestido de novia.

Los truenos no tardaron en llegar, despertando a los que habían podido conciliar el sueño en tan horrorosa noche. Unos cuantos desayunaron en el comedor, otros en sus cuartos. Casandra fue a la cocina. Agustina no estaba y pudo moverse por el lugar con confianza. Se sirvió un jugo y se preparó un sándwich. Lo comía lentamente oyendo el sonido de la lluvia, que actuaba como un calmante natural y la relajaba. Mientras más intensa la lluvia, más paz sentía ella.

Estar en esa casa no le hacía bien. Allí había vuelto a soñar despierta, allí sus sueños cobraban vida.

—Casandra —la llamó Perseo, sentándose frente a ella. Lucía ojeroso y cansado—. De algún modo, siempre logras ser el centro de atención.

La muchacha le oía atentamente, como un animal en alerta. Así era como se sentía.

—Calíope está muerta y te las has arreglado para que aun así, todos hablen de ti. —Una risa torcida apareció brevemente en su rostro—. Lo único que falta es que digas que soñaste con Calíope y que sabías que algo malo pasaría. Vas a decirlo ¿No? ¡Dilo!

Casandra se levantó asustada, lista para huír. Perseo le bloqueó el paso.

—¿Por qué el policía estaba tan interesado en hablar contigo? ¿Qué estás ocultando?

—Déjame pasar, Perseo —pidió.

Él la sujetó de los brazos.

—Hacerte la loca no te va a servir conmigo ¡Dime lo que estás escondiendo!

—Por favor... Perseo... Déjame pasar... Déjame pasar... Déjame pasar...

La piel bajo los dedos de su primo le dolía. Así también le dolía el centro del pecho.

—No te voy a soltar hasta que hables, Casandra ¡Dilo!

En su urgencia, las palabras llegaron a su boca como un reflejo, como un parpadeo frente a un inminente golpe.

—¡Vi a Calíope con Franco!... Los vi... Yo los vi...

Perseo enmudeció.

—La noche de la fiesta en la terraza... Se besaban y tocaban en un pasillo. Los vi cuando fui al baño porque tomé mucho jugo... No debí tomar tanto jugo... No quería verlos...

El joven se apartó, conmocionado. Unos rápidos pasos se oyeron cerca de la puerta, alertándolos. A nadie vio Perseo cuando se asomó. Tampoco estaba ya Casandra en la cocina, que tenía una puerta lateral.

—No nos entregarán el cuerpo de Calíope en por lo menos tres días, y con esta tormenta, tal vez tarden más —lamentaba Orfeo.

—Debes estar tranquilo. Todo sea por encontrar al culpable —intentaba animarlo Aquiles.

—¡¿Dónde está ese hijo de puta?! —entró gritando Perseo, hecho una furia.

¿Qué había hecho ya Apolo?, pensó Aquiles. Su hermano no salía de una y ya estaba metido en tres más.

—Ese... infeliz, ese malnacido... ¡Engañó a mi hermana!

Sólo entonces comprendieron quién era el causante de su repentina ira.

—Nunca confié en ese desgraciado —dijo Apolo, uniéndose a la conversación—. ¿Cómo supiste?

—Casandra los vio.

Los sueños de CasandraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora