XXI Apertura

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Cuando abrieron la puerta de la habitación de la que provenían los gritos, Vicente se hallaba sobre Aurora, la estrangulaba. El lugar estaba hecho un caos.

Diego y Perseo se abalanzaron contra Vicente, que forcejeaba con expresión enajenada.

—¡No digas una sola puta palabra! —le gritó a Aurora.

La mujer se masajeaba el cuello y lloraba en brazos de su hijo. Perseo y Diego sacaron a Vicente y lo llevaron a otra habitación, donde Diego lo esposó. La tormenta estaba peor que nunca y sería difícil llevarlo a la estación.

—¡No crean nada de lo que diga! ¡Está loca, la muerte de nuestra hija la enloqueció! —insistía Vicente, con sus ojos desorbitados moviéndose en todas direcciones.

Parecía un perro rabioso, que emitía sus últimos ladridos furiosos antes de que la muerte lo alcanzara.

—Tío, cálmate —pidió Perseo, apoyándole la mano en el hombro.

—Es el fin, es el fin... Todo... Todo terminó... —se lamentó, balanceando su cuerpo en la silla a la que se hallaba esposado.

—Señor Flores, dígame lo que está pasando ¿Por qué atacó a su esposa?

Vicente lo miró por un momento. Volvió a bajar la cabeza y a balancearse.

—Es el fin... Es el fin...

~❀~

Pese a los intentos de Diego, ninguna otra palabra salió de la boca de Vicente. En su experiencia, era evidente que el hombre estaba asustado, más bien aterrado por el peso de algún secreto que ocultaba y por la culpa que lo perseguía como una sombra.

Lo dejó para hablar con Aurora. Estaba sentada en la cama, temblando acompañada de Bernarda y Orfeo. Él le curaba la herida en la cabeza y de la que acababa de percatarse.

No comprendía el porqué su padre actuaba así. No sólo la había golpeado, él la estuvo manteniendo sedada para obligarla a callar lo que ella ya no aguantaba más. Aquel secreto que se había convertido en una olla a presión, comenzó a explotar con la muerte de Calíope. Ya nada podría evitar que la verdad saliera a la luz. El precio de su silencio se había vuelto demasiado alto y Aurora no callaría más. Las consecuencias habían dejado de importarle cuando vio el pálido rostro de su hija en aquella fotografía que Diego le mostró ese fatídico día; la última fotografía de Calíope, la única en que no sonreía.

—Ella ya no sonreirá... —empezó a decir Aurora.

En la sala, Josefina recuperaba la conciencia, despertándose al horror de lo que parecía una pesadilla. Miró en derredor y vio a Adela llorando en un sillón frente a ella, a Helena sentada a su lado y a Alfonso parado en la alfombra, en el mismo lugar donde oyeron la terrible noticia. Podría jurar que seguía en la misma posición.

—No es cierto... ¡No lo creeré hasta que lo vea con mis propios ojos! ¡Nadie va a arrebatarme a mi hijo!

Abruptamente se levantó y salió corriendo hacia la puerta. Helena fue tras ella, pidiendo ayuda para detenerla. Perseo y Orfeo bajaban la escalera cuando vieron a la mujer pasar corriendo. Lloraba, pero sus ojos refulgían con fiereza, esa que había cautivado a Alfonso en su juventud y que nunca fue indiferente para Antonio.

—¡Apolo está vivo, yo lo sé! ¡Suéltenme, tengo que ir a buscar a mi hijo!

—Tía, por favor. No puedes salir con esta tormenta. Esperemos hasta que se haga de día. —Helena intentaba convencerla con la dulzura que la caracterizaba.

—No puedo esperar, se trata de mi hijo... ¡Mis hijos, quieren quitarme a mis hijos!...

Pese a su resistencia, la mujer fue llevada a su dormitorio por sus sobrinos. Helena se quedó acompañándola y le llevaron un té de los que preparaba Agustina. Por indicación de Helena, le agregaron unos calmantes que en unos minutos acabaron con la histeria de la mujer, dándole un poco de descanso.

—Parece que llegó el momento, viejo. Esta familia se cae a pedazos. —Agustina lavaba los platos de la cena que nadie había terminado.

—Ismael debe estar revolcándose en su tumba. El hogar que con tanto esfuerzo construyó, terminó siendo destruido por sus propios hijos. Hay que ver lo peligroso que puede ser un corazón enamorado. —Tobías ayudaba a su esposa a secar los platos.

—¿Enamorado? No me hagas reír, viejo, si a la calentura no se le puede llamar amor. Es esa calentura la que ciega a los hombres, convirtiéndolos en bestias, y a las mujeres en fieras vengativas y celosas. Sería buen momento para cobrarle a Antonio las vacaciones que nos debe. En cuanto esto termine, iremos a visitar a mi hermana al sur.

El hombre asintió y continuaron haciendo los deberes en silencio.

En el segundo piso, por pedido de Aurora, sólo Diego permaneció en la habitación, expectante por cuanto ella le diría.

—Escúchame con mucha atención, policía, porque voy a contarte una historia que muchos han deseado olvidar, pero que, a pesar del tiempo, sigue regresando para castigarnos. Esta es la historia de esta familia y su protagonista se llamaba Diana. 

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El secreto que los Domínguez intentan ocultar está a punto de salir a la luz.

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Los sueños de CasandraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora