cuatro

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No, California no puede presumir de Navidades con mantos de nieve, pero no subestimen nuestra capacidad para celebrar el espíritu navideño, sobre todo el amor por la música navideña. «¿Quién necesita la nieve?», piensas.
Cuando tu madre y tú llegaron a la fiesta te quedaste atónita con las decoraciones de la casa. Estaba claro que en esa casa no vivía ningún niño, porque no había ningún Papá Noel inflable, ningún reno, ni árboles de Navidad. Los adornos del exterior eran más elegantes: luces doradas en espiral alrededor de las columnas, dos coronas verdes enormes engalanan las puertas dobles de madera, y en medio de ellas había unos lazos dorados.
Admiraste su vecindario mientras cerrabas la puerta del coche y esperabas a que volviese tu madre. Cuando se levantó el vestido para subir a la vereda la tomaste del brazo para que no se cayese. Contoneándose por el camino, siguieron a una pareja más mayor y más lenta que iba adelante de ustedes. En cuanto entraron en la casa, un árbol de Navidad enorme fue el primer elemento que te llamó la atención. La gran cantidad de luces y los adornos de varios tamaños creaban una atmósfera acogedora. Un adorno en particular te sorprendió: un elfo travieso vestido de verde. Parecía que lo había hecho la familia.
No había duda de que el elfo estaba casi en lo más alto. Supiste que esa pieza significaba mucho para la familia. Sonreíste ante aquella joya.
Un hombre muy bien vestido acudió en su ayuda.

—¿Me permiten que tome sus abrigos?

—Sí. Gracias. —Te lo quitaste y se lo diste con una sonrisa de agradecimiento. No tenía ningún sentido esconder un vestido tan llamativo.

En ese momento las miradas comenzaron a centrarse en ti.
Te aclaraste la garganta y te diste vuelta hacia tu madre evitando las miradas.
A un lado había una chimenea ardiendo delante de una pantalla negra preciosa. La luz de la habitación no era tan brillante, cosa que te encantaba, y te sentías cómoda y relajada. El olor a galletas de jengibre y a canela era perfecto. Estabas deseando conocer a la propietaria de la casa. Este lugar te hacía tener ganas de dar una fiesta en la suya.
Cuando llegó la anfitriona tu madre las presentó. La felicitaste por su casa y le agradeciste la invitación. Mary era muy amable. Hablaba de cosas naturales y humildes. Le pidió a una de las camareras que les sirviera unas gaseosas.
Mientras tu madre y ella hablaban, echaste un vistazo a tu alrededor, intercambiando amables sonrisas con los demás cuando tus ojos se encontraban con los suyos. Entonces tus ojos aterrizaron en un chico muy lindo de rulos negros.
Desde donde estabas, habrías dicho que sus ojos eran marrones o marrón avellana. Fueran del color que fuesen, eran bonitos y brillantes. Y te recordaba... a alguien.
Ilusionado, observó cómo lo estabas mirando y te sonrió.
Te dio vergüenza, pero le devolviste la sonrisa.

—Me gustaría que conocieses a mi hijo Finn —dijo Mary acercándose a ti—. Tiene tu edad.

Dejaste de mirar al chico y la miraste a ella.

—Claro. Sería un placer.

—Bien. Voy a buscarlo. —Empezó a echar un vistazo por la habitación. Hiciste lo mismo como si supieses cómo era su hijo, mientras lo hacías te diste cuenta de que el chico apuesto de rulos negros estaba hablando con alguien.

—¡Finn! —llamó tu anfitriona, y de repente levantó la mirada.

Miraste a Mary y luego a él. «Madre mía.»

Le hizo un gesto para que se acercara.

—Ven aquí.

Cuando empezó a aproximarse te diste cuenta. «Vaya. ¿Ese es Finn Wolfhard?»
Te diste vuelta para mirar a tu madre, que estaba sonriéndote traviesa.

Cuando Finn —¡Finn Wolfhard!— llegó, intentaste por todos los medios parecer tranquila. Pero era más apuesto en persona de lo que habrías imaginado. Su madre te lo presentó; tu madre te presentó a él. En cuanto mostró sus dientes blancos como perlas te derretiste sobre los zapatos. Tu madre seguía hablando, pero tú casi te volviste loca cuando se mordió el labio inferior.
Te tendió la mano.

—Soy Finn. Encantado.

Tú le diste la tuya. Su tacto era delicado, pero una carga turbulenta te subió por el brazo. Vamos, llámate  cursi, pero sentiste algo.

—Yo...

Dios. Te olvidaste cómo te llamabas cuando se acercó tu mano a los labios y la besó.
Solo podías pensar: «Gracias por invitarme, mamá».

"Que el corazón te guíe" ©️ Finn Wolfhard Donde viven las historias. Descúbrelo ahora