Skrums

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Capítulo IX

Skrums

–Bueno –dijo Lysette con un resoplido cansado. Estaba cruzada de brazos a la defensiva y, de vez en cuando, se los frotaba tratando de entrar en calor. Estaba cansada, tenía frío y, por encima de todas las cosas, seguía estando muy, muy asustada. Quizá si abandonasen la nave donde habían encontrado a las dos criaturas se sintiese mejor, quizá no. Nunca lo sabría a menos que se pusiesen en marcha de una vez–, entonces, ¿qué hacemos? –miró a Violeta. Era la que menos incómoda le hacía sentir.

La susodicha estuvo a punto de encogerse de hombros y responder que no tenía la más remota idea de cómo debían proceder a continuación, pero se vio sobrepasada por Giacomo, que decidió tomar las riendas de la situación por el momento.

–Creo que lo primero que deberíamos hacer es tapar al doctor Krum lo mejor que podamos mientras nos ocupamos de sus restos –repuso casi de inmediato. Sin embargo, no tenía la más remota idea de cómo se ocupaba la gente de Odre de los fallecidos o de si el susodicho prefería ser enterrado en Los Páramos. Miró a su alrededor en busca de alguna pista o una señal de apoyo, pero no vio más que alivio en el rostro de Violeta porque él hubiese tomado la batuta, una especie de indecisión extraña en la cara de André, indiferencia absoluta en la expresión de Lysette y una fascinación que rayaba lo enfermizo en el rostro de Xeo, que afortunadamente comenzaba a desvanecerse. Carraspeó un poco para llamar su atención–. ¿Sabes dónde podemos encontrar a ese tal Gendron? –le preguntó con un atisbo de esperanza.

–¿Por qué al abuelo? –inquirió Lysette alzando una ceja, fue una pregunta llena de curiosidad sincera–. ¿Crees que maneja los hilos por aquí?

–No tengo la más remota idea –respondió encogiéndose de hombros–, y la verdad es que no me importa mucho si lo es o no –suspiró–. Quiero buscarle a él porque, de momento, es la única persona del pueblo que parece confiar en nosotros, y la única que podrá ayudarnos a ponernos en marcha de nuevo. Además –suspiró de nuevo, pero esta vez mucho más profundo, vaciando por completo los pulmones. Aquello era lo que menos le apetecía hacer de todo; no es que hubiera algo que le gustase de las tareas anteriores, pero ninguna de ellas le aborrecía tanto como esta última. Sabía que, además de agotadora y, con toda seguridad, abrumadora, sería también peligrosa–, tenemos que alertar a la gente sobre lo que ha pasado aquí. No queremos que vuelvan a sus casas o pasen por algún callejón y sean atacados por una de esas... –trató de buscar una palabra que no fuera demasiado ofensiva, en el fondo no dejaban de ser los hijos del difunto Ernest Krum, o algo que se les parecía terroríficamente tanto a ellos porque no dejaban de haber sido creados a partir de sus cuerpos, y, además, porque habían pasado demasiado como para olvidarse de ellos sin más, sólo porque su desesperado padre les hubiera hecho algo semejante. «Cosas» era la primera, y casi la única, palabra que llegaba a su cabeza, y la lucha por descartarla era constante– criaturas. –sentenció finalmente. No era el mejor término, pero lo consideraba mucho menos insultante.

Lysette asintió lentamente. No estaba en absoluto de acuerdo con la idea de ocuparse de los restos de Krum, pero sí comprendía que tenían el deber de dar la alarma sobre la fuga de aquellas dos criaturas. En su fuero interno no podía dejar de revivir aquél instante.

El aspecto de aquellas cosas era atroz e incluso vomitivo, pero no había sido la peor parte, por sorprendente que pudiera sonar. Ni siquiera lo fue la visión de aquellos órganos paralizados que se podían entrever en los listones de metal con el que sus torsos estaban parcialmente cubiertos; la única razón por la que habían sido recolocados era, simplemente, por dar el pego. Para aparentar que aquellas criaturas estaban tan vivas como los demás. Tampoco lo fue ver la placa protectora de hierro del corazón, sino éste. O, para ser más exactos, los latidos de este.

Los PáramosWhere stories live. Discover now