Creo que ni yo mismo me lo creo

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Capítulo XII

Creo que ni yo mismo me lo creo

Puede que se debiera a que los nervios le hubiesen traicionado en varias ocasiones hasta que finalmente lograron su propósito, que se perdiera en tres ocasiones y se desviara varios kilómetros del camino que debía seguir. También podía deberse a que el cansancio había hecho presa de él, aunque sabía que no podría dormirse ni aunque lo deseara, ni esa noche ni otras muchas que estaban por llegar, y no quisiese arriesgarse a salirse de la carretera de tierra y acabar en una cuneta, por lo que había conducido a una distancia bastante inferior a la que las condiciones de la carretera, una línea recta casi infinita, le permitían. O puede que, simplemente, se debiera a que, pasados treinta kilómetros desde que dejó de ver la entrada a la mina, en realidad fueron treinta y cinco, casi treinta y seis, obligase al camión a detenerse en seco. En un primer momento lanzó un resoplido tan poderoso como el que había emitido el motor del vehículo, y se desplomó sobre el gran volante, abrazándose a su contorno con los ojos cerrados, abandonándose a un nuevo acceso de llanto que llevaba los últimos diez o doce kilómetros apretándole la garganta con tanta fuerza como para ahogarlo con él. Luego de eso abrió la puerta del conductor y bajó con cierta dificultad por la pequeña escalerilla por la que había subido. Una vez en tierra, cerró de un portazo y caminó durante unos minutos hacia ninguna parte, procurando no alejarse nunca más de tres pasos del camión, aullándole a gritos a la luna que, quizá por clemencia o por lástima, lo iluminó durante un tiempo con más intensidad que al resto de Ascal, al resto del mundo entero; se centró en bañar con rayos de plata a Lyon Burn, que se sentía más perdido y desolado que nunca en toda su vida. Por supuesto que pensó en cientos de miles de ocasiones en dar media vuelta, a cada metro del camino, para volver a la mina, pero...pero no se atrevía a hacerlo. No se atrevía a arriesgarse a volver a ser capturado. Siempre que se lo había planteado era porque veía, por el rabillo del ojo, el revólver plateado, brillando con luz propia a la luz de la luna, decorado con un grabado de cuervo. El revólver de Raven Gunslinger. Y cada vez que lo había visto, había sentido ese deseo de rescatarle. Y cada vez que ese deseo se desvanecía por el miedo, sentía el deseo de usar el mismo revolver para volarse la tapa de los sesos. Y ese deseo también se desvanecía por el miedo a morir. Por eso había parado finalmente y salido del camión, para poder huir tanto de la necesidad de salvarle como del miedo a hacerlo y de la necesidad de suicidarse y del miedo a morir, todo ello, sensaciones contrapuestas, bullendo en su interior como un océano embravecido,

Fuera cual fuera el motivo, el caso es que Lyon Burn no llegó a la ciudad hasta el amanecer, y pudo ver, y oír, cómo uno de los hombres que montaban guardia frente a las puertas de la misma señalaba al camión y empezaba a gritar a voces, alertando a los que estaban en el interior. Por supuesto, Lyon ni siquiera fue capaz de intuir lo que decían aquellas voces; a diferencia de en el interior de la mina, allí, en la superficie, el sonido no rebotaba en la roca viva, ni se amplificaba por efecto de ello. Allí no había un silencio sepulcral que lo envolviera todo, retando a cualquier cosa, animal o mineral, a atreverse a perturbar el reino del silencio.

Allí, seguido de los gritos del vigía, siguieron, inmediatamente, cientos de gritos más, que iban propagándose por toda la ciudad para dar la buena nueva.

Y tras un instante de duda y de desconfianza, las puertas de la ciudad se abrieron de par en par para dejar paso libre al camión, que no tardaría en ser rodeado de docenas, cientos al poco, de curiosos que iban a ver quiénes habían sido los últimos afortunados de sobrevivir. Y, por supuesto, para pedirles que relataran la historia.

Otra vez.

La misma historia, con múltiples variantes y perspectivas.

Tras otro instante de duda, en el que Lyon se planteó seriamente, más que lo que lo había hecho durante la noche, coger el revólver para poner fin a su vida allí mismo, frente a lo que percibía, o se suponía que debía percibir, como las puertas de la salvación, el camión volvió a rugir y se internó en la ciudad rebelde de Ascal.

Los PáramosWhere stories live. Discover now