Guatemala, mediados de 1943
—¡Taxi! ¡Espere!
El vehículo siguió de largo a pesar de mis insistencias, haciendo que mi falda revoloteara tras su paso. Resoplé, me ceñí la pañoleta a la cabeza con fuerza para que no se volara con el viento y crucé la calle a paso apresurado. Según el reloj en mi muñeca estaba veinte minutos retrasada; Miriam me mataría cuando me viera... si es que podía encontrarla. Aún estaba lejos del Museo, donde estaba el corazón de la marcha y de allí iríamos hasta el Palacio del Ayuntamiento, pero ya me llegaba el eco de las cacerolas, los gritos y los aplausos. El corazón me saltó de alegría en el pecho: sería la marcha más grande por los Derechos de la Mujer que Guatemala hubiera visto.
Otro taxi se intentó abrir paso a través del tráfico en dirección a mi destino y se detuvo cuando levanté la mano. Un hombre regordete se asomó por la ventanilla y entornó los ojos para que el sol no le molestara.
—¿A dónde se dirige, señorita?
Hice visera con la mano.
—A la marcha. ¿Podría acercarme lo más posible?
La desesperación en mi voz lo hizo pensar un momento.
—Sólo si al caballero no le molesta. —Señaló con el pulgar a la parte de atrás del auto.
Un hombre rubio se inclinó hacia adelante y posó una mano en el respaldo del auto.
—No me molesta —afirmó con un extraño acento. Dicho eso, abrió la puerta trasera y se hizo a un lado para dejarme espacio.
Murmuré un "gracias" con una sonrisa y cerré la puerta del taxi al tiempo que el conductor aceleraba, traqueteando por la calle empedrada de la Antigua.
El hombre, sentado a mi derecha, se mantenía erguido contra el respaldo como si tuviera un palo de escoba en la espalda y miraba por la ventana. Usaba un traje gris un poco arrugado a la altura de los puños. Por la forma en la que apretaba la mandíbula (cuadrada, blanca, fuerte y muy atractiva) supuse que estaba incómodo.
—¿Usted también va a la marcha? —pregunté para romper el hielo. La tensión que irradiaba me ponía nerviosa, y ya lo estaba lo suficiente como para que él agregara más a la mezcla.
Se volteó, sorprendido de que me dirigiera a él.
—Iba al Museo, pero hasta ahora no... saber que había una... marcha —sonaba algo enfadado detrás de ese acento. Definitivamente era extranjero, aunque no podía identificar de dónde. De cualquier manera, en tiempos por estos, se podía encontrar muchos inmigrantes buscando refugio de la guerra.
Levanté las cejas ante su comentario.
—Discúlpenos por luchar por nuestros derechos y arruinarle la visita —contesté lo más neutral que pude.
Él tardó unos segundos en sonreír, como si hubiera estado procesando lo que había dicho.
—Lo lamento —se disculpó—. No quería ser... grosero. Todavía es difícil el español.
Le devolví la sonrisa, parecía imposible no contagiarse. Le ofrecí la mano.
—Soy Ariadna Ramos.
Su apretón fue firme y seguro.
—Vincent Lowell. Mucho gusto.
Ladeé un poco la cabeza al examinarlo. Tenía unos ojos azules hermosos.
—¿De dónde es, señor Lowell?
Su rostro se congeló como piedra en menos de un segundo y su sonrisa se borró.
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Soulmate
RomanceGuatemala, mediados de 1943 En el auge de la Segunda Guerra Mundial y las migraciones mundiales, Ariadna Ramos debe compartir taxi con Vincent Lowell, un misterioso e insistente extranjero con dificultades con el español. A medida que su relación av...