IX

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Guatemala, 25 de diciembre de 1944

Pasamos Navidad en la casa de Miriam. Esa mujer, que tenía ya más para el asilo de locos que para el trabajo, invitó a todo el barrio a cenar. Se pasó todo el día, desde bien entrada la mañana hasta que Lucinda y yo llegamos a su casa, cocinando. Lo mantuvo como un secreto y no me dejó ayudarla cuando se lo ofrecí.

Tuvimos que sacar la mesa a la calle porque no entrabamos dentro de la casa. Los vecinos trajeron tablas y caballetes para hacer de mesas improvisadas y sacaron sus propias vajillas para abastecerse de la deliciosa cena que Miriam había preparado.

El rostro brillante de Lucinda era impagable. Parecía una niña en... bueno, en Navidad. Conversaba con todas y cada una de las personas que se le acercaban a hablar: las viejas chismosas, las niñas pequeñas que le decían que su vestido era muy lindo (cortesía mía. Le había regalado un vestido floreado como presente para Navidad), reía con los hombres mayores como si tuvieran veinte años y les hablaba en italiano cuando alguno notaba su acento y le pedía que "autenticara" su procedencia. Carlos apareció a mitad de la cena con su esposa y sus tres hijas y se sentó al lado de mi amiga; fueron dos auténticas cotorras gritonas.

Luego de brindar a medianoche y unas copas de más, Raúl, uno de los vecinos viudos que me conocía desde que era una niña, fue a su casa y trajo una guitarra. Al principio tocó algunas canciones que sólo él parecía conocer, pero luego comenzó a cantar típicas canciones de bar, que todos cantaban a coro.

Lucinda, a mi lado, hacía palmas y sonreía en dirección a las tres niñas de Carlos, que giraban y saltaban en ronda. Ella se bamboleaba al ritmo de la música, aunque desconociera la letra.

—Ve —le dije.

Me miró confundida sin dejar de aplaudir.

—Vamos, ve —le insistí—. Sé que te mueres de ganas por bailar.

Ella entrecerró los ojos hacia mí y volvió a mirar a Raúl, que tenía la bandada de señoras chismosas a su alrededor. Se mordió el labio, resopló y que quitó los zapatos de una patada.

Había olvidado lo hipnótico que era verla bailar. Ella nunca se atenía a un solo tipo de música, podía improvisar con prácticamente cualquier cosa. Los pasos de baile no eran los comunes para la canción de Raúl y a nadie pareció importarle. La piedra bajo sus pies debía estar helada, pero ella saltaba como si estuviera pisando brasas calientes, y aun así lo hacía con una gracia increíble. Desarmó la ronda de las niñas y se unió a ellas, girando y girando cada vez más rápido hasta que las dejó tambaleándose como borrachas.

Miriam reía y gritaba en su dirección, alentándola más, dándole gasolina a la flama en sus ojos. Su mirada se posó en mí y noté su intención.

—Oh, no —le advertí—. Ni se te ocurra.

Hizo caso omiso a mi aviso y me tomó de las manos, obligándome a ponerme de pie. Me acercó a su cuerpo, posando una mano en mi espalda baja, y me hizo dar vueltas, salpicando y girando alrededor de las personas. Tiré la cabeza hacia atrás y reí; ya no recordaba cuando había sido la última vez que la risa había salido del fondo de mi alma.

La canción terminó y el improvisado público aplaudió cuando mi amiga me dejó ir. Me tomó de la mano e hicimos una tonta reverencia.

—Gracias —me susurró al oído cuando volvíamos a sentarnos un rato—. No sé cuándo fue la última vez que bailé.

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