Francia, 1 de octubre de 1944
Jamás me había sentido tan feliz de pisar tierra firme. A pesar de que hicimos dos paradas en unas islas, sólo había sido por unas pocas horas. Esos últimos días tenía la sensación de que, si seguía viendo tanta agua, terminaría ahogándome.
Había sol y el viento me sacaba los cabellos de la coleta, Adam me recordó que era por el otoño; parecía que se avecinaba un invierno muy crudo. De no haber sido por los franceses y norteamericanos vigilando la playa y que había más barcos de los que podía contar, esa pequeña parte de paraíso parecía ajena a la guerra.
Nos recibió el general Bergeron: un francés con cara de pocos amigos y que parecía tener más años que mi padre. Nos pidió que lo siguiéramos hasta un jeep que nos llevaría hasta la estación de trenes de Le Rochelle, y de ahí nos llevaría hasta Saint Louis.
Al viajar por el pueblo me chocó lo poco que sabía sobre la guerra. Sólo había visto Francia por las imágenes de los libros de Historia o en los periódicos. No es como si esperara que todo siguiera tal cual, a las fotos, con las personas sonriendo desde sus pintorescas casas o comprando pan recién hecho por la Torre Eiffel, ni siquiera esperaba que todo siguiera de pie, pero aquello fue… demasiado.
El olor a humo era asfixiante y todo tenía una fina capa de ceniza, incluso las personas. Sólo conté tres casas intactas, todas las demás estaban hechas escombros o parcialmente destruidas. Nadie lloraba o chillaba, a excepción de un pequeño sin un zapato sentado en el suelo, sino que parecían… resignados mientras buscaban algo sano entre los restos. Parecía que les habían succionado la vida. También había bultos tapados con unas cortinas sucias en un rincón.
—Un bombardeo —dijo el soldado que estaba sentado a mi lado al ver mi expresión. Él también tenía una pinta horrible, cansado—. Fue ayer.
Miré a Vincent, que estaba sentado como copiloto, pero ni siquiera pude leer su lenguaje corporal para tener una pista de qué estaba cruzando por su cabeza.
En la estación, también media en ruinas, nos esperaba el tren listo para partir. El general Bergeron nos dijo que allí tendríamos ropa y nos darían instrucciones. Por último, nos deseó bonne chance y se fue.
Dentro del tren había diez hombres. Uno de ellos nos indicó cuáles eran nuestros camarotes y que allí encontraríamos rompa limpia. Cuando me abrió la puerta de la habitación, noté que le faltaba el dedo anular de la mano derecha. Me sonrió cuando le di las gracias.
Terminé vestida como enfermera, cofia y todo incluido, aunque no lo me lo puse. Me explicaron que la ropa no abundaba, y fue lo mejor que las monjas del hospital pudieron conseguir. A Vincent le dieron un uniforme limpio de la infantería de los Estados Unidos; parecía incómodo en él. Si los demás lo notaron, no dijeron nada.
Resultó que los soldados no nos dieron mucha importancia. Se la pasaban jugando a las cartas, apostando dinero, cigarrillos y balas. Tenían sus armas a su lado como si fueran un adorno más. Y fumaban como chimeneas, al punto que tuve que abrir un poco la ventana para que el humo no me impidiera ver.
Vincent tampoco me prestaba demasiada atención a pesar de que estar senado frente a mí. No sabía si era por el uniforme o por otra cosa, pero no lo reconocía. Él siempre había sido serio, pero jamás impenetrable. Antes me divertía adivinar qué era lo que estaba pensando, ahora no sabía que creer. Y eso me asustaba un poco.
No me había llevado el libro conmigo, así que no me quedaba otra cosa que hacer aparte de mirar las granjas pasar por la ventana con el traqueteo de las ruedas sobre los rieles y las risas de los soldados como si fuera música de fondo.
ESTÁS LEYENDO
Soulmate
RomanceGuatemala, mediados de 1943 En el auge de la Segunda Guerra Mundial y las migraciones mundiales, Ariadna Ramos debe compartir taxi con Vincent Lowell, un misterioso e insistente extranjero con dificultades con el español. A medida que su relación av...