Preludio

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Todas las mañanas iba a la misma mesa de ese restaurante, no porque tuviera la mejor comida, sino porque tenía la mejor vista a lo que más quería.

En la floristería se encontraba la más bella flor que había visto en mi lúgubre vida, ella era simplemente preciosa... su piel de la más fina porcelana tenía un matiz tan blanco como un lirio en su máximo esplendor, el color negro de su cabello parecía transportarte a la más densa oscuridad que hubieras visto jamás, una oscuridad tan melancólica pero a la vez tan apacible y glamorosa. Sus ojos, sus bellos ojos de un gris intenso hacían palidecer a la plata más cara y refinada, ella con tanta belleza era simple y eso la hacía aún más hermosa.

Desde el primer día que por casualidad la conocí he venido aquí, pero no me atrevo a hablarle, no es debido a mi apariencia ya que muchas doncellas me han invitado a más de una copa, pero ella... ella tiene algo que me atrae y a la vez me aleja.

He dejado todo por poder verla, mi trabajo no me completaba tanto como una sonrisa de esa dama, aunque la sonrisa no fuera dirigida a mi.
Verla se ha convertido en un vicio embriagador, tan fuerte y tan adictivo que ya no creo poder escapar de él, pero insisto en que es solo eso, una atracción desbordante y no una degradante enfermedad.

Todo iba bien, días bellos en los que yo la veía y ella no sabía que tenía un fiel admirador... todo iba bien hasta el día en que un joven compró una rosa y se la dio devuelta como un presente, yo me sentía desfallecer y una ira yacía de mi interior con una rapidez desmesurada.

Esa bella joven provocaba en mí sentimientos que jamás había tenido, la ira a tamaños monumentales, el "amor" desbordante y... No sabía cómo reaccionar, todo era confuso para mí y para mi hasta ahora inexistente corazón. Yo estaba enfermo por ella, por sus cachetes colorados, por su cuerpo su mirada, por todo lo que la constituye. Ella era mía.

Días más tarde veía al joven llegar y regalarle una rosa, ella al inicio se mostraba tímida y recelosa, pero ahora disfruta el verlo llegar, daría todo porque me mirara como lo mira a el, ya no resistía, ella era mía ¿Por qué no habré de reclamarla?, me lo preguntaba pero no hallaba la respuesta, hasta ese día.
Era una mañana triste, un tanto tétrica para un día de primavera, sin embargo el llegó como todos los últimos días, se quedó más tiempo de lo normal y al final ya no fue una simple despedida, los labios de mi bella flor rozaron los de ese entrometido, mi mente se nublo y yo simplemente me levanté con mucha paciencia y volví a mi casa.

Pensé y pensé y pensé... ¿estaría cometiendo un error? ¿Estaría acabando con ella? ¿Conmigo ? Caminaba de un lado al otro con mi vaso de whisky en mi mano temblorosa.

Estuve horas tratando de encontrar un "no" a todas mis preguntas pero no lo encontré y lo decidí, recordé la frase "el fin justifica los medios" todos queremos lo nuestro sólo para nosotros y eso haría, ella fue, es y será sólo mía.

Aliste mi maletín, el ser médico me ayudó mucho en esta ocasión.
Llevaba un abrigo largo en color negro, unos guantes, también unos zapatos Oxford en negro y mi sombrero característico del mismo color.
Ya por la tarde, salí de mis aposentos con rumbo a la floristería, el camino se hizo largo y tortuoso, a pesar de ser primera comenzaba a llover, una leve llovizna que me trajo una melancolía abrumadora, por alguna razón las calles estaban completamente vacías, como en un libro de terror donde se habla del pueblo fantasma.

Volví al restaurante y espere a que ella terminará de guardar las flores y cerrar la floristería, me acerqué a ella con mucha timidez y al quedar frente a ella le dije:

-Buenas tardes bella dama- esperaba que ella se portara de la misma forma con que lo hace con el joven pero la respuesta que recibí fue muy fría e indiferente.

-Buenas tardes caballero, ya cerramos la floristería- con esa respuesta la pizca de duda que tenía se había esfumado completamente, ya no había razones para no hacer lo que quería.

-Se esta mojando con la lluvia, tome mi pañuelo- ella con mala gana lo recibió y comenzó a secar su rostro con el pañuelo que le había ofrecido, cada segundo que pasaba era como una hora y ella lentamente se fue sintiendo más débil hasta desvanecerse.

Antes de que cayera al piso la sostuve en mis brazos y pude sentir su piel chocando contra la mía, un leve estremecimiento siguió luego de eso y me quedé estático por unos cuantos segundos. La llevé cual princesa por las calles menos concurridas del pueblo, la poca gente que me veía llevándola creía que la llevaba para atenderla por un desmayo, su cuerpo era muy liviano y pequeño en mis brazos... tenía miedo de romperla.

Tú... amor, el peor de los viciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora