Prefacio

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Emma se fue en la mañana sin decirle a nadie más que a Quirón y a su hermana.

Amenazó a Tara para que no le dijera nada a ninguna persona. También se las arregló para preparar sus cosas discretamente como si nuevamente se dirigía a una de sus expediciones espontáneas al Campamento Júpiter.

Sacaba las maletas de vez en cuando y tan solo ponía ropa cuando había mucha gente en la cabaña, para no llamar la atención. A lo contrario de lo que creerían muchos, nadie atiende a lo que haces cuando estas rodeadas de treinta personas que realizan cosas mucho más interesantes que poner ropa a dentro de una mochila. Y en especial, si eras Emma Mejía.

Tara la acompañó hasta la parada. Claramente, ella intentó convencerla de que se quedara. No lo había hecho durante toda la semana, quizás porque no la tomó enserio hasta que Emma la despertó aquella mañana. En respuesta, ella se limitó a frotarse los ojos, bostezar y soltar un «Estás de coña, ¿verdad?» con una voz somnolienta y sorprendida.

Se pasó todo el camino argumentando razones por las cuales Emma se debía quedar lo que restaba del verano y seguir con su vida con normalidad. Lo hizo con una habilidad digna de una estudiante que pretendía asistir a una de las universidades más caras del país, donde el mismo presidente Obama había estudiado y cuyo logo  ella utilizaba como una camiseta para dormir con la esperanza de manifestar su aceptación.

—Sé que esto te ha dolido mucho, Emma —le sonrió con pena cuando se detuvieron en frente del poste azul que anunciaba en un papel amarillento que el bus llegaba en unos diez minutos—. Sin embargo, eres joven. Jason no es el único pez en el...

— ¿Océano? —preguntó Emma, finalmente decidida a ignorar aquel dolor en su pecho que había incrementado—. Para ser una hija de Afrodita das consejos muy predecibles.

—Ya sabes a lo que me refiero —frunció el ceño. Se había depilado las cejas la noche anterior mientras Emma intentaba dormir e ignorar los pequeños quejidos de dolor—. No deberías tomar una decisión tan...

—¿Drástica?

—Umm... Sí, y dejar de ser...

—¿Dramática?

—No, tienes 15 años. A esta edad deberías ser dramática solo que...

Emma suspiró.

—Tara, se lo dije —interrumpió de golpe, balanceando el pie de un lado a otro. Se había puesto sus converse viejas grises que empezaban a ganar un color marrón en los lados. Drew las había criticado la primera vez que se apareció en la cabaña, con el horrible uniforme amarillo chillón de la escuela.

Emma se abrazó a sí misma. Hacia frio, a pesar de estar en medio junio.

—Oh.

No pudo evitar reírse. Jason había dicho lo mismo.

Tara giró la cabeza y le dio una suave sonrisa cargada de compasión. Emma no le había dicho antes porque todavía no analizaba lo sucedido. Se pasó las últimas dos semanas caminando por el campamento como un fantasma. Incluso, cuando ambos habían prometido seguir siendo amigos, se sentía una tensión rara entre sus palabras que ocultaba la vergüenza y los sentimientos denegados.

Jason ni siquiera quería hablar con ella. Y aunque en un inicio le había dolido, debía admitir que ella ni siquiera sabía que era lo que quería de Jason. Ya no más.

Le había costado mucho confesar sus emociones, explicarle lo que sentía y abrirse completamente hacia él. Incluso, cuando sus esfuerzos habían sido recibidos por un silencio cargado de sorpresa y confusión. El motivo de sus ilusiones la había observado con un rostro lleno perplejidad, ambas cejas fruncidas y labios entreabiertos. Una predecible expresión que ella había imaginado a través de los años en los peores escenarios. Cuando todo acabó y Emma se encontraba en la soledad de la ducha, con la cabeza entre las rodillas y los ojos empañados por las lágrimas, le hizo gracia pensar en lo acertado que había llegado a ser aquel retrato.

Le dolió el rechazo, como a cada persona le duele ser negada del amor que cree merecer.

Sin embargo, aquello no la impulso a abandonar el campamento, a diferencia de lo que cualquiera pudiera creer.

Incluso Tara, la gran e inteligente Tara, falló en entender el motivo de su partida. Emma no le reveló la triste y sencilla verdad por temor a la ignorancia causada por la necesidad de buscar lo más profundo de las cosas. Una parte de ella tomo esa decisión, asustada de no ser capaz de admitir que quizás cometía un error.

— ¿Al menos me vendrás a visitar a Boston? — preguntó su hermana, como si aquella revelación era suficiente para sofocar todos sus argumentos —. Tengo una cama extra para las navidades.

Desde la lejanía el autobús hizo su paso entre la solitaria carretera. Emma apretó su mochila.

—No veo por qué no —respondió Emma dando un paso hacia el poste. Quería que el conductor la viera —. Intentare escribirte.

— Más te vale.

— Mantente alejada de Valdez —comentó con la confianza que se cuentan bromas privadas—. Tengo miedo de que la próxima vez que te vea tendrás dos bebés mexicanos corriendo en pañales llenos de aceite.

—Ya quisiera él —Tara rodó los ojos. Sin embargo, una sonrisa se dibujó en sus labios.

El bus se detuvo enfrente de Emma. El conductor abrió la puerta y la hija de Afrodita hizo su camino al interior escuchando un "él no te merece" en el fondo antes de que la puerta se cerrara en un estruendo y el bus se pusiera en marcha.

No hubo lágrimas, ni despedidas innecesarias. Quizás porque éste tan solo es el principio de nuestra historia. Y ninguna historia debería empezar con un adiós. 

Las dos caras del amor® Nico di AngeloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora