Capítulo 1- Emma

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Emanuela cerró la puerta del carro sin ganas, evitando la mirada de recelo que su padre le regalaba desde el otro lado del cristal. Rodeó el vehículo, le hizo una señal militar a Frida, la cual le ladro como respuesta, se acercó al baúl del automóvil y empezó a sacar varias maletas a malas ganas.

Estaban en el principio del verano, por lo que el aire estaba aún húmedo y caliente, causando que grotescas gotas de sudor brotaran de su frente.

Si no hubiera peleado con su padre minutos atrás, él la hubiera ayudado con sus maletas hasta la entrada del campamento. Sin embargo, pelearon. Él se ofreció, claramente, incluso las peleas más violentas no podían acabar con los buenos modales de su progenitor, pero Emma estaba hecha de un orgullo fuerte y rencoroso que la obligó a no aceptar la oferta. Dejó las valijas a un lado del camino.

Se acercó a la puerta del conductor, golpeando el vidrio dos veces con sus nudillos hasta que su papá decidió bajar el cristal; parecía un tanto pensativo.

—Ya me voy —le informó Emma, como si no fuera del todo obvio.

—Espero que la pases bien, nena — Emma se quedó en silencio, dándole, sin darse cuenta, una invitación a su padre para que continuara hablando—. Emanuela, por favor, no estés molesta conmigo. Yo hago esto por tu bien —le explicó una vez más, en un intento de hacerle entender el porqué de sus acciones—. Últimamente, no has estado bien. Y, luego, lo del ataque de la arpía —negó con la cabeza como si estuviera apartando las sangrientas imágenes de su cabeza —. Prefiero que estés aquí. Estaré trabajando todo el verano y no puedo arriesgarme a que te quedes sola en casa. Necesito que estes a salvo.

Los ojos cafés de su progenitor se detuvieron en un espacio muy específico en su mejilla.

—Papá, ya tuvimos esta conversación —le interrumpió la joven, exhausta—. Y ambos, ya sabemos mi opinión.

— No creo que estas siendo justa conmigo, Emanuela.

— Que pases un buen verano, papá —lo cortó, ajustándose la mochila —. Al menos, uno de nosotros lo debe tener.

La mirada de su padre le dejo a saber que había hablado con un tono más hiriente del que pretendía.

(...)

La cabaña de Afrodita parecía a punto de rebosar de campistas.

Las camas, anteriormente vacías, lucían llenas de vida, con grandes y pequeñas maletas de distintas formas y colores, adornando las sábanas blancas y aburridas del campamento. Cámaras, peluches, ropa, zapatos, perfumes, bolsas de maquillaje, y otra variedad de objetos, empezaban a llenar la estancia. Al igual que las risas y las voces de emocionados semidioses que compartían alegremente cómo les fue a través del año.

La puerta permanecía abierta, dejando pasar a un grupo de adolescentes intrusos que traían las posesiones de muchas jóvenes coquetas que creían que dos meses merecían el equipaje de una vida, pero que se rehusaban a cargarlo ellas mismas.

Entre todo aquel caos, Tara volvió a ver a Emma. Le tomó un tiempo caer en cuenta de su presencia, porque a diferencia de los demás, ella se movía por la cabaña como una extraña, dando pasos lentos, pidiendo perdón en voz baja cada vez que chocaba con alguien y mirando a su alrededor en busca de una familiaridad que había perdido años atrás, cuando tomó autobús en una madrugada de verano. En el momento en que sus ojos se encontraron, la recién llegada pareció aliviada y feliz de verla.

Tara se acercó corriendo, envolviendo a la menor en sus brazos, en un gesto más dramático que necesario. Después de todo, ambas se habían visto menos de dos meses atrás, durante las vacaciones de primavera. Emma la había visitado en la casa de campo que sus padres tenían en Maine, donde pasaron la mayor parte del tiempo recluidas, viendo películas, explorando distintos platillos del libro de recetas de la madrastra de Tara e inventándose cualquier juego para no pensar en que habían cometido un error al no haber investigado el clima de aquella lluviosa semana.

Las dos caras del amor® Nico di AngeloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora