2. El inicio de un desastre

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Tiempos oscuros se cernían sobre nosotros. La guerra estaba en pleno auge y el miedo acechaba en cada esquina. Estamos hablando del año 1942. En tan solo unos meses, mi vida tranquila y apacible hasta el momento, había dado un giro de ciento ochenta grados. El pueblo, Mont Blanc, ya no era lo que había sido. Tras una cantidad incontable de ataques por parte de los alemanes, los franceses acabamos sometidos bajo el poder del presidente alemán, Adolf Hitler y los nazis.
Un día, de improviso, comenzaron a llegar furgones del ejército a llevarse gente. Nadie sabía que pasaba. Nadie sabía que les ocurría a aquellas personas a las que se estaban llevando, hasta que comenzaron a extenderse los rumores: Eran judíos. Y los judíos no estaban bien vistos.

Pronto, ellos comenzaron a huir. Sin embargo, otros no tuvieron el valor y se escondieron tanto en sus casas como en las de los vecinos que les ofrecían su ayuda. A pesar de lo inseguro que era, mucha gente se compadeció de ellos.
Sin embargo, hubo una familia que no se escondió. La familia Beauchienne. Y es que nadie sabía realmente que eran judíos. Ni siquiera yo. De eso me enteré más adelante.

Era noviembre y las lluvias y el frío se cernían sobre todos nosotros.
Aquel año, las reservas de comida habían sido muy escasas, pues trabajábamos de sol a sol por y para los alemanes. Teníamos toques de queda al anochecer y no se nos permitía decir y hacer muchas cosas. Éramos libres, pero hasta cierto punto.
Mi familia tenía terrenos en los que se plantaban hortalizas y frutas. Quizás por eso no lo pasamos tan mal durante esa temporada, a pesar de que nos arrebatasen parte de la cosecha.

Recuerdo que me habían enviado a las afueras, al río, porque se nos había estropeado la lavadora y teníamos que lavar la ropa a mano.
El agua estaba congelada y tenía las manos y los labios morados. No podía parar de pensar el porqué me había traído solo una camisa blanca de lino. Era demasiado liviana, de verano. El frío me estaba traspasando la piel y se estaba asentando en mis huesos. Pero yo seguía ahí, frotando la ropa contra la plancha metálica de lavar.

— Si sigues así, vas a pillar una pulmonía. — Dijo una voz a mi espalda.

Me giré, sobresaltado y me encontré cara a cara con un chico que me sonreía. Estaba sentado en una piedra cercana y tenía un libro en las piernas. ¿Cómo es que no había reparado en él hasta ese momento?

— Eres Shine, el hijo de los White, ¿verdad? —

— Sí. Así es. Tú eres Willem, el de los Beauchienne, si no me equivoco. —

Mi corazón se desbocó. Aquella persona me ponía nervioso. A pesar de vivir relativamente cerca el uno del otro, en mis dieciséis años de vida, no le había hablado jamás. Era del tipo de persona que hacía amigos con facilidad, extrovertido y amable con todo el mundo. Es decir, todo lo contrario a lo que yo era. Tímido, callado y de pocos amigos. A quién quiero engañar. Amigos, no tenía ninguno.

— Te estás empapando el pantalón. —
Observó el sonriente chico.
Sin darme cuenta, había apoyado la prenda de ropa que estaba lavando sobre mis piernas mientras hablaba con él.

— Ah... No importa. De todas formas todavía me queda mucho por hacer y eso... —

— Te ayudo. —
Se levantó de la piedra, y se sentó a mi lado. Se lo veía tan decidido que no pude replicar.

— ¿Por qué? —

— Porque me caes bien. — Dijo mientras se encogía de hombros.

— Esa no es una respuesta lógica. No hemos hablado nunca. —

— ¿Tienes que hablar con alguien para que te caiga bien? Yo creo que sí tan solo observas lo que hace una persona, puedes darte cuenta de si es buena o no. — Me miró a los ojos y siguió hablando. — Y tú eres un buen chico que ayuda a sus padres a lavar la ropa en un río que está a menos de cero grados centígrados.

Parpadeé varias veces, desconcertado. ¿Quién era esa persona para decirme si era bueno o no? ¿Y por qué estaba conmigo?

— Siempre estás solo. — Dijo mientras aclaraba unos pantalones. — Me gustaría que fuéramos amigos.

— No lo entiendo. Sabes las pestes que hablan de mí. No sería bueno para tu reputación. —
Y así era. La gente del pueblo no hablaba nada bien del rarito y solitario hijo de los White.

De una forma u otra, y sin quererlo, hablar con él se sentía bastante familiar. Tenía la capacidad de hacer que te sintieras cómodo a su alrededor.

— No me importa mucho eso de la reputación, ¿sabes? Prefiero estar con gente auténtica, como tú. —

— No puedes saber si soy auténtico o no. No nos conocemos. —

Se rió.

— Tienes razón. Pero creo que yo también la tengo. —

— No lo creo... —

— Entonces déjame descubrirlo por mí mismo. —

— ¿Te atreves? —

— Claro. —

Sus ojos verdes como la hierba en primavera centelleaban. Quizás si que estaba feliz de haber conseguido que quisiese conocerlo, después de todo.

A partir de ese momento, Willem Beauchienne se hizo su propio hueco en mi vida. Quién me iba a decir a mí que se convertiría en alguien tan importante...

La razón de mi todo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora