La despedida del 30

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Quizás ya no había esperanza. Quizás todo se estaba rompiendo a mi alrededor. Quizás ya no me quedaba nada más que soportar todo lo que estaba a punto de ocurrir. Pero no sabía nada. Nada. No tenía ni la más remota idea de lo que iba a pasar en los meses venideros.
Un montón de gente se había congregado en la plaza para despedirse de los suyos tal vez para siempre.
Entonces, empezaron a salir del ayuntamiento uniformados con un traje verde, en fila y en silencio. Como si el miedo y la impotencia se hubiese apoderado de todos los cuerpos de los que se irían, quizás para nunca volver.
Renan y Oliver eran los últimos de la fila.
Will también estaba allí, delante de Oliver. Estaba hablando y abrazando a su madre, consolándola y diciéndole que todo estaría bien. Que regresaría y que todo volvería a ser como antes. Entonces ella se separó de su hijo, le acarició la cara y se fue de la plaza con rapidez, casi huyendo del inevitable destino al que su hijo se estaba enfrentando. Era duro decirle adiós a alguien a quien quieres. Entonces, Will me vio entre el gentío, entre el barullo de llantos y promesas de regreso.
Y Will se acercó a mí con lentitud, saliéndose de su puesto en la fila. Con miedo. Con tristeza. Con dolor.

Aquel no era mi Will. Mi Will no era un soldado. Mi Will era un joven cálido, amable y sensible. Él no había nacido para eso. Él había nacido para hacer de este mundo, uno menos horrible.
Pero de todas formas, le tocaba hacer de soldado, aunque no lo fuera.

Mi soldado que no era soldado me miró a los ojos con intensidad. Sabía lo que estaba haciendo. Se estaba grabando mi rostro en su memoria. Alargó su mano, y con la yema de su dedo índice, recorrió todo mi rostro. Mi nariz, mi mentón, mis mejillas, mis orejas y para finalizar, mis labios. Después me acarició el cabello.
Y yo lloraba. Mientras hacía todo esto, yo lloraba. Saladas lágrimas surcaban mi cara y tristes lamentos salían de mi garganta con pesar.
Will me abrazó intentando calmarme pero era inútil.

– ¡Una hora, muchachos! –

Gritó el coronel.

Una hora. Una maldita y mísera hora.

Supongo que la impotencia nos hace hacer cosas que, estando cuerdos, no haríamos. Pero el caso es que de repente dejó de importarme todo. Dejó de importarme lo que la gente que allí se congregaba fuera a pensar. Estaba ante mi esposo, quién estaba a punto de irse de camino al peligro inminente de ser alcanzado por un obús o por una bala, o incluso ambas.

– Tengo miedo. – Me dijo.

– Entonces bésame. – Le contesté.

Tomé su rostro y lo besé.
Si. Lo besé delante de todo el mundo. Besé sus labios como nunca, rozándolos con los míos y transmitiéndole todo lo que no había podido transmitirle hasta ese momento.

Ambos llorábamos.

Ambos nos amábamos.

Ambos nos decíamos adiós sin decírnoslo. Ya no habían palabras suficientes para describir todo lo que sentíamos el uno por el otro.
Solo nos quedaba transmitirlo con nuestras acciones.

Amar se había convertido en un término demasiado pequeño para el raudal de sentimientos que teníamos el uno por el otro.

Will me estrechó con fuerza entre sus brazos y yo puse mi cabeza en su cuello, como siempre hacía.
Era como si nuestros cuerpos hubiesen sido diseñados para el otro. Encajábamos como dos piezas de un puzzle perfecto.

Todos nos miraban. Todos veían lo mucho que nos queríamos. Y todos lo aceptaban, porque nunca habían visto un amor tan real y tangible entre dos personas.

Nos separamos y Will me dijo lo siguiente:

– Escúchame bien, mi amor. Debes ser fuerte. Más fuerte que nunca. No permitas que nada ni nadie te haga daño. Lucha por mi y por ti mismo. Recuerda que te amo. Por Dios, recuérdalo. Recuerda para siempre que te amo, si es que no regreso. Recuerda que siempre te cuidaré aunque no pueda volver con vida. Pensaré en ti todas las noches solitarias en las que nada ni nadie pueda romper el silencio y te recordaré hasta que se me acabe el aliento. Te besaré en sueños y te abrazaré desde la distancia. Toma mi apellido. Grábatelo para siempre en la memoria, pero nunca lo uses. Nunca nombres a tu descendencia con mi apellido, pues solo te lo regalo a ti. Tú eres el único al que le dejo mi legado. Tú serás el último.
Lucha. Vive. Llora. Ríe.
Haz todo eso en mi nombre, por si nunca más soy capaz de hacerlo de nuevo.
Recuerda que te amo. Recuérdalo. Prométeme que vivirás por mi.  –

Y yo seguía llorando. Gritaba su nombre y le imploraba que no se fuese. Le decía que lo amaba. Le decía que le prometía todas aquellas cosas que me había hecho prometer y le decía que lo recordaría hasta el mismísimo día en el que yo me muriese.
Lo besé mil veces y una más y él se alejó de mí, despacio. Como si temiese que me fuera a romper por irse bruscamente.
Nuestras manos enlazadas se separaron y yo me quedé allí. De pie. Sin poder hacer nada para detener todo aquello, como un ser insignificante en medio de algo tan grande que nadie podía controlar.

– ¡Te escribiré cartas! – Gritó desde la distancia mientras se subía a un coche estruendoso.
La comitiva de tanques, caballos y coches, empezó a perderse en la distancia.
Will fue el único que se atrevió a mirar de nuevo hacia atrás. Se sacó su pañuelo blanco del bolsillo y lo lanzó al aire para que yo lo recogiese.
Y cuando lo tuve en mis manos, lo apreté contra mi pecho y le dije adiós con la mano, rezando.

Que Dios nos libre de la maldad.

La razón de mi todo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora