3. El inicio de una amistad

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De un día para otro, Willem comenzó a sonreírme cada vez que me veía, a acercarse a saludar y a charlar conmigo, a revolver mi pelo de color negro azabache, a bromear conmigo...

Nunca había conocido a alguien tan amable y bueno como él.

Mis días, a pesar de la situación, estaban comenzando a tener luz. Las murallas que rodeaban el pueblo ya no me parecían una cárcel, mis obligaciones se habían hecho menos pesadas y estaba más feliz que de costumbre. Es increíble el gran cambio que puede hacer una persona en otra, con tan solo estar a su lado.
No podéis imaginaros la soledad que había sentido hasta que llegó Willem. Hasta ese momento, siempre había tenido el anhelo de poder contarle a alguien mis pensamientos y deseos. Mis metas. Mis secretos. Mis miedos. Nunca nadie había tenido el más mínimo interés en conocerme.

Con sus sonrisas de plata, sus palabras claras y amables, sus ojos sinceros y su presencia tranquilizadora, supo como comenzar a sacarme de la cáscara en la que me escondía. Y aunque al principio me sentía tímido y su presencia me imponía un poco, empecé a notar que le estaba agarrando confianza.

— ¿Por qué la gallina cruzó la carretera? — Me dijo un día que estábamos paseando por el pueblo.

— No lo sé... ¿Por qué? —

— Porque sabía que al otro lado había más oportunidades que en el otro. Sin embargo corría el riesgo de ser aplastada. — Sonrió enigmáticamente.

— ¿Qué quieres decir? ¿Que hay más horizontes? — Me sentía esperanzado.

— Sí. Más allá de la guerra y el miedo, hay más mundo que explorar. —

— Si te vas... ¿Me llevarás contigo? —

Me miró desconcertado y después se rió despreocupadamente.

— ¡Claro que sí! No puedo recorrer el mundo yo solo, ¿no crees? —

Esas pequeñas promesas y charlas sobre nuestro futuro eran las que encendían mi alma y me llenaban de esperanzas. Esperanzas de escapar de una vez de aquella cárcel llamada Saint Marie du Mont Blanc. Esperanzas de irme con Willem Beauchienne sin mirar atrás. Correr libre.

En el momento en el que hablábamos de adónde nos iríamos cuando todo terminase, llegó un camión y se paró enfrente de la quesería. Se bajaron varios hombres vestidos de soldados, con esvásticas en el antebrazo. Abrieron la puerta del negocio de un portazo, sin cuidado alguno y rompiendo los cristales del escaparate. Observamos como subían al piso superior, buscando a la presa indefensa.
Willem y yo nos quedamos de piedra en el sitio, como el resto de gente que pasaba por allí.
Minutos más tarde, salieron los soldados agarrando al matrimonio que se encargaba de las ventas de los quesos y los metieron sin cuidado alguno en el camión. Acto seguido, se marcharon sin decir nada. Y mientras el sonido del motor se perdía en la distancia, Willem se acercó a la entrada y tomó algo que se había caído al suelo. Me lo mostró mientras se llevaba la mano al pecho y me miraba con tristeza.
En sus manos sostenía un colgante de plata del que pendía la estrella de David.

Eran judíos.

Se me salieron las lágrimas sin poder evitarlo. Se habían pasado de la raya y ya se habían llevado a mucha gente.
Will me envolvió los hombros con su brazo.

— ¿Adónde se los llevan? — Le pregunté mientras lloraba disgustadamente.

— A un sitio lleno de muerte... — Me contestó mientras a él también se le deslizaba una lágrima del ojo izquierdo. Apretó más el abrazo y nos dirigimos a casa.
El día se quedó con un regusto amargo.

En cuanto al colgante, al día siguiente lo enterramos a las afueras de la ciudad. No sólo para que no lo encontrasen, sino que también para darles respeto a aquel matrimonio, que no había hecho nada más que ser amables con los habitantes del pueblo y haberles brindado sus productos.

La razón de mi todo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora