4. La primera desgracia

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A decir verdad, agradecí que fuera tan directo en decirlo. No me fue necesario sentarme, una parte de mí estaba esperanzada en que no fuera ninguno de mis seres queridos. ¿Pero cómo? ¿Cómo podía pasar aquello en una aldea tan remota?

—No me fiaba mucho de vosotros, así que he venido para asegurarme de que estabais aquí —nos explicó.

—A ver, que nosotros no hemos matado a nadie —dije, ofendido ante lo que estaba insinuando. ¿De verdad nos acusaba de asesinato? Sentí una punzada de ira en mi interior que solo aquella noticia fue capaz de opacar.

—No lo decía por eso —repuso con algo de molestia.

—¿Entonces? —replicó Sakura, esperando una respuesta coherente. Ella parecía más cabreada que yo, pero sabía ocultarlo gracias a su paciencia.

—No os importa —respondió.

Se dio media vuelta y camino hacia abajo, en dirección a Fubasa. Le perdí de vista cuando comenzó a adentrarse en aquel bosque que ocultaba la escuela. Todo aquello me pareció tan surrealista que, llegado un punto, estaba seguro de que era mentira y que nos estaba engañando.

—¿Tú te lo crees? —le pregunté a Sakura, escéptico.

—Yo ya no sé qué creerme —fue su respuesta. Como si un escalofrío me recorriera por todo el cuerpo, aquello me dio algo de miedo. Una chica siempre segura de todo, y ahora tan perdida me hacía verlo todo muy negro—. Vámonos, se está haciendo tarde.

Y así era. La tarde se nos había echado encima, pero la noche aún seguía lejana, como si todo fuera un sueño del que yo me despertaría. «Alguien ha muerto», sonaba en mi cabeza. Lo primero que hicimos tras entrar en la aldea fue caminar hasta la casa de mis abuelos. Habíamos encontrado ya esa escuela abandonada, y nos habíamos pasado unos días buscando por el pueblo sólo para descubrir que esta no estaba en él, sino por el alrededor. Nuestro misterio se había resuelto, dejando así varias preguntas. ¿Por qué ocultarlo? ¿Qué pasó allí?

Cuando volvimos nos encontramos en el pasillo a mi familia, estaban de pie, arreglados. Parecían hablar con angustia y en el ambiente se notaba la decadencia, como si un aura se apoderara del lugar, volviéndolo más pesimista. Sus movimientos eran inquietos, más me extrañó en mi padre, quien siempre solía ser muy tranquilo.

—Hola, ¿qué sucede? —Algo en mí me extrañaba. No, ese niño nos contó aquello con mucha naturalidad, no podía ser cierto que alguien acababa de morir.

—Una vecina, ha muerto —nos explicó mi abuelo—. Unas abejas le han picado, algo terrible. Un accidente.

El chico no nos había mentido. «Alguien ha muerto», sonaba en mi cabeza. «Una vecina, ha muerto. Un accidente», seguía escuchando dentro de ella. ¿Por qué yo mismo actuaba así? ¿Qué había dentro de mí para ello? De una forma u otra, Sakura terminó cogiéndome de la mano en busca de apoyo. Le devolví el gesto, angustiado por todo. Me negaba a creer que el haber entrado en la escuela tuviera algo que ver.

—¿Cómo ha pasado? ¿Cuándo? —pregunté, sin ser capaz de creérmelo.

—Hace una hora o dos, aún no se sabe, pero ha sido esta misma tarde —explicó mi abuelo.

Cuando estábamos en la escuela. No, no podía ser. Pura casualidad, por supuesto.

—¿Dónde habéis estado tanto tiempo? —preguntó mi madre, tenía un tono de voz triste, pero su voz sonaba igual que siempre. No lo hizo como una regañina, pues mientras volviéramos antes del anochecer, le daba igual si estábamos fuera todo el día. Era verano, teníamos vacaciones y el sitio era seguro. O al menos por el momento.

La aldea de las desaparicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora