10. Donde descansa la muerte y el odio

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Soñé con Akira. Fue en mi ciudad, yo la perseguía mientras ella corría por todas partes, reía, decía palabras que no lograba comprender y desaparecía. Desperté en mitad de la noche, tras eso me asomé al exterior y pude comprobar que el día ya se estaba haciendo paso. Volví y me tumbé en la cama, no tenía otra cosa mejor que hacer. Giré la cabeza y vi a Sakura, percibí cómo agitó su pecho de golpe; su respiración era calmada y casi parecía muerta.

Me dormí a pesar de que estaba convencido de que no lo haría. Aquello fue peor, vi a esa chica que me guiaba en un cementerio, después se paraba sobre una tumba y decía: «tu hermana está aquí». Cuando abrí los ojos los noté empapados, parpadeé varias veces hasta darme cuenta de que estaba llorando. Esa vez sí era de día y Sakura no estaba. Me permití lamentar mi situación y que mis lágrimas cayeran en silencio.

Recordé lo que me dijo aquella niña. Seguía sin tener la cabeza despejada y en aquel momento lo asemejaba a una resaca. ¿Lo que vi fue real? Era muy extraño ver a una niña en una escuela abandonada de noche, luego me percaté de que yo era otro niño en la misma situación. ¿Qué creer?

Fue a mediodía cuando lo decidí. No estaba seguro, puede que me pasara lo mismo que a mi hermana y yo acabara perdido. Tampoco le hice mucho caso, ya no pensaba bien, de haberlo hecho me habría dado cuenta de muchas cosas obvias, detalles que yo ya había observado.

Miré durante horas las manecillas de la única cosa que tenía vida en aquella casa. Ya no hablábamos, pues hacerlo significaba hablar de lo tabú, de cómo mi madre odiaba a mi padre, de sus miradas que lo culpaban. De cómo me intentaban proteger controlando todo lo que había sobre mí, como si pensaran que yo era incapaz de manejarlo todo a mi alrededor.

Ese día mis abuelos discutieron, él le pidió que bajara la voz mientras la llamaba loca, chiflada y que no le extrañaba que sucediera todo aquello, cuando a la mínima palabra que soltaba se armaba un escándalo. Ella le echaba en cara su vida, le soltó todas sus frustraciones y sueños rotos que él arrancó. Mi abuelo le contestó que si quería que podía irse, que todo era culpa suya. Era ella misma quien había decidido reprimirse.

Mi madre quiso hacer algo conmigo, se encogió de hombros, salió al patio y empezó a fumar. Era la primera vez que la veía hacerlo y me dio igual, fue como si ya estuviera acostumbrado a esa acción constante. Volví a recordar que tenía a Sakura al lado cuando ella hizo un gesto de incomodidad, la contemplé unos segundos con una mirada perdida. No era ella, ¿dónde estaba su alegría? Pensé que yo tendría que estar mucho peor y me levanté, fui directo al espejo del recibidor.

Pensé que estaría con los huesos muy marcados, con una piel pálida y hasta llegué a creer que me faltaría algo de pelo. No fue así, pero fueron los detalles los que hicieron sentirme peor. Tenía ojeras moradas alrededor de mis ojos, que estaban colorados y secos de tanto llorar. Las pupilas no parecían mirar a nada, estaban perdidas, lo supe cuando me acerqué para verlas mejor. «¿De verdad que esa es mi cara?», pensé. Sí que estaba un poco más delgado, pero no tanto como había creído. Jadeé y algo cambió en mí.

Sakura no iría conmigo, la mantendría en la inopia para que así fuera feliz. Pensé en todo lo que ella había hecho por mí, lo que recordé fueron sus regalos, aquellos de cumpleaños que me obligaba a abrir. Eran grandes y envueltos en una cinta, le encantaba adornarlo todo. Su alegría cuando veía el contenido: peluches, siempre peluches. Y cada primavera esa estantería que había dejado para ellos se llenaba un poquito más.

Cuando el sol comenzó a caer y el cielo se tornó naranja pensé en que lo último que podría hacer era escribir una carta. No funcionó, debía hacerlo estando solo y Sakura jamás se separaba de mí en ningún momento, inclusive cuando le pedía que se fuera.

La aldea de las desaparicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora