8. El secreto que guardaba el silencio

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Conforme avanzábamos hacia Fubasa una angustia latente crecía en mí. La noté creciendo desde los dedos de los pies las el final de la cabeza, me rodeaba como si fuera una serpiente a punto de devorarme y yo no pudiera más que quedarme quieto a esperar. Casi estuve por saltar desde la ventanilla. Intenté tranquilizarme con los árboles al borde de la carretera, de un color verde oscuro que señalaba que todavía quedaba verano, a pesar de que el otoño ya estaba a la vuelta de la esquina.

Al girar mi cabeza hacia la derecha descubrí a Sakura con la mirada fija en el frente. Permanecía inmóvil, quieta, casi parecía una muñeca sin vida, como si no mirara a nada. Me resultó bastante siniestro. ¿Estaba pensando en algo? ¿Seguiría queriendo saber más sobre las desapariciones?

Yo me debatía entre dos sentimientos encontrados. Por un lado, quería volver a casa y olvidarme del tema para siempre (todavía estaba a tiempo de hacerlo). Por otro, la última conversación que tuve con Mitsuki me dejó tan intrigado que era la causa del estrés que llevaba esos días. La idea sobre lo que me podría haber dicho fue tan fugaz, posible y, tan repetitiva, que tuve que volver a pensar más en ella para generar una emoción: una nueva muerte.

Una vez volvimos a casa y saludamos a mis abuelos me fijé en ellos. Intenté averiguar cualquier sospecha sobre si había ocurrido algo que no nos querían decir, pero nada. Lo guardé todo, fui demasiado deprisa, incluso mi hermana se irritó conmigo; ella tampoco parecía muy contenta estos días.

Dejando a un lado todo aquello, fui adonde me interesaba: la casa de Mitsuki. Sakura fue conmigo, me irritó saber que toda la rapidez que me había tomado resultó ser inútil, puesto que ella se tomó con más calma guardar su ropa en el cajón y estuve unos minutos en el rellano, esperándola.

Por si aquello fuera poco, Mitsuki no se encontraba en casa: había salido. ¿Quién salía en verano a las cuatro de la tarde? Hacía un calor pegajoso, que se fundía con la piel y no te dejaba respirar. Tampoco su madre tampoco entendía muy bien el porqué lo había hecho, pero estaba emocionada y tampoco tenía una excusa para impedirle salir a la calle.

La aldea no era muy grande, y mi amiga decidió que donde más probabilidades habría que estuviera sería en el parque. Este estaba rodeado de unas vallas pintadas de verde, con un par de columpios, un tobogán justo al lado y un subibaja en la otra punta. Cada bando tenía al lado un árbol que le daba sombra y, en uno de ellos, se encontraban Mitsuki y el desagradable de Kazuo. Al entrar me disgustó que incluso ahí no hubiera farolas.

El chico, al percatarse de nuestra presencia, escondió un libro entre la espalda. No lo hizo bien; intentando guardarlo tras la espalda se le escurrió y cayó al suelo con el lomo hacia arriba. La tapa era de un color rojo, con bordes dorados. No poseía ningún nombre, así que entre la actitud del chaval y eso, empecé a sospechar que no era un libro precisamente para leer.

—¿Qué es ese libro? —optó por preguntar Sakura.

No recibió una respuesta, en su lugar. Mitsuki y Kazuo intercambiaron miradas entre sí, estaban temblando mucho —el propio banco parecía menearse—, la chica giraba la cabeza hacía nosotros, luego hacia su amigo. Finalmente se levantó e intentó correr, pero se tropezó con una piedra y casi perdió el equilibrio. Nadie hizo nada; Mitsuki decidió andar a un paso más despacio y se colocó enfrente de mí, como si Sakura no existiera.

—Qué bien que hayas venido —dijo. La primera palabra sonó casi como una exclamación, luego empezó a bajar la voz, que sonó casi como un murmullo al terminar la frase. Por su parte, Kazuo se dedicó a recoger el libro, no parecía muy cómodo.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué había dentro de ese libro? ¿Por qué me sonaba tanto?

—Tengo muchas cosas que contarte —volvió a decir Mitsuki—. Aunque tampoco sé por dónde empezar.

La aldea de las desaparicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora