7. Una vieja historia

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Una serie de edificios altos se alzaba ante mí. A comparación de Fubasa aquello parecía una ciudad; ese aspecto me hacía sentir como en casa, a pesar de que los únicos bloques se encontraban a orilla de la playa. El gentío, el ruido, eso era lo que mi corazón ansiaba durante mucho tiempo y, sin embargo, parecía que no era lo que yo buscaba. Estaba estresado, una desesperación llenaba mi pecho y por mi cabeza pasaban muchos pensamientos que solo conseguía calmar apretando los puños.

La aldea parecía haberme cambiado, no me sentía el mismo. La idea de que a partir de ahora yo necesitara de la tranquilidad para vivir me desesperaba. Akina lo notó. Parecía la más avispada del grupo, la única que parecía no haberse sumido en una marea de sentimientos egocéntricos; hasta se preocupó por mí al ver una expresión de odio.

—Estoy bien —le mentí. Ella señaló el océano, luego miró a la arena, a sus pies, y meneó la cabeza.

—Es que si me baño y sé que estás triste no me voy a bañar a gusto. —Mis padre parecía ignorarme, cuando eché un vistazo presa de la curiosidad, lo vi con la mirada perdida. Ni siquiera estaba escuchando, directamente, ni le importaba el tema. Desde que llegamos aquí se había centrado en su propio mundo y era el único que se fascinaba por aquella casa que yo deseaba que ardiera.

—¿Y si me lo llevo por ahí?

Akina meneó la cabeza, luego se encogió de hombros. De vez en cuando se giraba y contemplaba el agua, se centraba mucho en las olas, era lo que más le fascinaba. Cuando volvió a hacerme caso, negó con la cabeza por segunda vez.

—Si me hicieras caso y te bañaras conmigo, ya verías que te iba a gustar. —Levantó las cejas, miró de reojo y levantó las palmas de las manos. Dado que el flotador casi se le cayó bajó los brazos para sostenerlo antes de que tocara el suelo—. Si es que no me haces caso.

—No todo lo que salga de tu cabeza va a ser buena idea.

—Eso es porque no lo pruebas. —Me hablaba en un tono condescendiente, como si yo fuera el tonto, quien no se enteraba de nada y ella la sabia que tenía la respuesta a todo. Si Akina tenía una idea, había que obedecerla. Cuando tu hermana es pequeña simplemente pasas del tema, pero a partir de los trece años se vuelve repelente.

—Bueno, tampoco me hace falta mezclar la leche y el zumo como tú haces para saber que es una mala idea.

—A ver, ¿yo me he muerto? No, pues tú lo pruebas.

—Y dale, que paso, que eso es asqueroso.

—¿Qué tal si me lo llevo a dar una vuelta por ahí? —Propuso Sakura, lo que calló a mi hermana y asintió. La chica estaba tumbada boca abajo, por lo que su voz sonaba opacada. Ser pelirroja también implicaba tener una piel muy blanca, por eso mismo, algunos compañeros de clase se burlaban de Sakura por ello. Ella tenía complejo, aunque no lo dijera. Se notaba igualmente: miraba mucho a la gente bronceada, en cuanto tenía la mínima oportunidad aprovechaba para tomar el sol, e incluso odiaba echarse crema solar.

En esa ocasión, casi había discutido con mi madre por ese tema. Llevaba muy poca encima, desde el primer momento se había tumbado al sol y de vez en cuando la miraba. Le había sugerido que se bañara, pero se había negado, más cuando una chica de un moreno impresionante había pasado por nuestro lado.

—¡Sí, sí! —gritaba Akina. Los niños pequeños no me gustaban: armaban demasiado espectáculo y eso derivaba en que yo sintiera vergüenza..

Así, Sakura se levantó de la toalla, le pedí casi a gritos a mi hermana que se largara ya al agua con nuestra madre, que me tenía ya harto, y llamé a mi padre. Tuve que menearle para que me hiciera caso. Casi parecía que le estábamos haciendo un favor al irnos, porque casi ni le importó.

La aldea de las desaparicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora