5. El festival de las luciérnagas

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El atardecer, el último momento del día y el primero de la noche. Aún recuerdo que mi madre solía contarme que los mundos de la luz y el crepúsculo se entrelazaban cuando llegaba la tarde y los demonios podían pasar a nuestro lado. Pero el atardecer del undécimo día de agosto de aquel año más que hostil parecía dulce. Los colores naranjas eran de un color débil, situándose el rojo hacia el final de una escalera de tonalidades.

Lo recuerdo bien porque era el tercer día del festival de las luciérnagas. El once de agosto era el día del Dios local llamado Hokature, que también se decía que era el guardián del bosque Hotaru (he de ahí el nombre del festival). Ese mismo día, se llena incluso de gente de fuera y todo es mucho más bullicioso. Es el más fuerte, como había escuchado, donde todo el mundo iba sin excepción. La feria se colocaba en base a la enorme calle que había en la colina que daba al bosque. No es que hubiera gran cosa, puesto que el pueblo tampoco lo era.

De todos los puestos que divisé, quitando el puesto de takoyaki, el que más me marcó fue el de kingyo-sukui. Sakura había intentado cinco veces —gracias a una enorme insistencia hacia mis padres— conseguir algún pez. Pero como era una chica muy testaruda y sin paciencia, el papel de la paleta siempre se le rompía antes de pescar algún pez dorado.

Dejando a un lado la música, que me obligaran a vestir un soso kimono verde, que sintiera envidia por el kimono que llevaba Sakura, tan bonito (hecho que todavía sigue pasando), ese día fue el que más me marcó. Podrán pasar muchos años, pero todavía lo recuerdo bien. Sin embargo, en mi memoria hay una laguna, tengo una imagen de mí mirando hacia un inocente y pacífico atardecer que, más que nada, resultó ser irónico.

Y tú, lector, te preguntarás por qué te cuento esto, cuando quizás no te interese. Y yo, por supuesto, te daré la respuesta. Pero todo a su debido tiempo.

La calle, con tanto bullicio y decoración por todas partes parecía incluso más grande, hasta colocaron esas lámparas de papel, chôchin, sobre nuestras cabezas, las cuales se meneaban por acción del aire dando una decoración armoniosa.

Por otra parte, volviendo a aquel día de cuando yo tenía doce años, me encontraba junto a Sakura, frente al puesto de peces de colores. Ella estaba con cara de concentración y yo agobiado el señor del puesto nos miraba impaciente; quizás cansado de esperar a que la misma niña intentase por sexta vez lo mismo. La chica del puesto de al lado, el de máscaras, miraba risueña al hombre que una cara un poco asustadiza. De vez en cuando él se giraba para verla y ella, como si fuera en tono de mofa, se ponía una máscara de zorro delante para que no viera que se estaba riendo. En ese intervalo yo aprovechaba para hacer lo mismo.

—Si queréis os podéis ir por ahí, el sitio no es muy grande y esto va para largo —le comenté a mis padres, avergonzado por la actitud de mi amiga y por verlos ahí de pie, esperándola.

—Por aquí hasta han abierto un bar, podemos pasarnos —sugirió mi padre. Akina comenzó a tirarle del pantalón, en señal de que quería irse rápido.

—Estaremos por ahí, en cuanto terminéis venís. —Con aquella voz tan fuerte que tuvo que hacer mi madre por el jaleo, aquello terminó siendo más bien una especie de orden.

Incluso cuando mis padres se fueron y nos dejaron solos, incluso cuando varios niños intentaron conseguir algún pez, Sakura seguía ahí delante; llegué a darme cuenta de que perseguía con la mirada uno blanco y rojo, con pinta de bobo, y empecé a preguntarme si es que era aquel el que quería o el que más fácil le parecía de conseguir.

—Vamos a ver, niña, o intentas coger alguno o te marchas, pero no tengo toda la noche.

—¡Todo es concentración, un segundo!

La aldea de las desaparicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora