Capitulo 4

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Reid quería que la reunión terminara. Estaba aburrido hasta el agotamiento. No

podía entender por qué aquella gente no exponía de una vez lo que tenía que decir y

se iba. ¿Por que tenían que continuar hablando?

Se llevó la mano a la barbilla y asintió como si estuviera escuchando, esperando

que esa fuera una respuesta indicada. Por supuesto, no sólo era aquella gente la que

lo aburría de una forma infernal. En realidad, lo aburrían todas las personas y los

aspectos de su vida.

A los treinta y cinco años, ya había visto y hecho de todo. Había conseguido

reunir a un conjunto de empresas variadas y levantar un multimillonario

conglomerado en diez años de frenética actividad, que le habían hecho ganarse

tantas críticas como alabanzas.

Pero estaba cansado. Que se ocuparan otros de los negocios. Él quería

marcharse, tenía ganas de retirarse. Había estado pensando en ello desde la muerte

de su madre, ocurrida tres años atrás. Ya le había demostrado todo lo que tenía que

demostrarle. Y también a su padre, que sólo había sido capaz de reconocer su

existencia después de que ganara su primer millón de dólares.

Aquellos tres años le habían servido para comprender que era mucho más fácil

pensar en marcharse que hacerlo de verdad. Nunca encontraba el momento

oportuno. Siempre había alguna reunión a la que asistir, otra crisis a la que

enfrentarse y otro fuego que apagar.

Pero ya no podía esperar más. Su interés por lo que hacía era nulo. Su faceta de

hombre de negocios estaba acabada.

Necesitaba otra razón para seguir viviendo.

—Perdónenme —dijo Reid, interrumpiendo en medio de una frase a uno de sus

interlocutores. Se levantó y continuó en el silencio que su intervención había

provocado—. Tengo que irme —y se marchó.

Mientras se dirigía hacia la puerta, sentía los ojos de los asistentes a la reunión

en su espalda, pero por supuesto, nadie dijo una sola palabra.

Se dirigió a su despacho a grandes zancadas, aunque realmente no tenía

ninguna prisa por estar allí, deteniéndose por el camino para intercambiar algunas

palabras con los empleados que lo saludaban.

Charlotte Mercier, su secretaria personal, estaba sentada en su escritorio.

Realmente, era ella la que llevaba la oficina; se encargaba de contestar la

correspondencia y firmaba las cartas de Reid en su nombre.

Charlotte levantó la mirada cuando su jefe se acercó a ella, y le entregó una lista

con las llamadas que debía de contestar. Reid le echó un vistazo y le devolvió

algunas para que las despachara ella.

Una de las notas le llamó especialmente la atención.

—¿Cuándo ha llamado Mazelli? —preguntó.

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