Reid quería que la reunión terminara. Estaba aburrido hasta el agotamiento. No
podía entender por qué aquella gente no exponía de una vez lo que tenía que decir y
se iba. ¿Por que tenían que continuar hablando?
Se llevó la mano a la barbilla y asintió como si estuviera escuchando, esperando
que esa fuera una respuesta indicada. Por supuesto, no sólo era aquella gente la que
lo aburría de una forma infernal. En realidad, lo aburrían todas las personas y los
aspectos de su vida.
A los treinta y cinco años, ya había visto y hecho de todo. Había conseguido
reunir a un conjunto de empresas variadas y levantar un multimillonario
conglomerado en diez años de frenética actividad, que le habían hecho ganarse
tantas críticas como alabanzas.
Pero estaba cansado. Que se ocuparan otros de los negocios. Él quería
marcharse, tenía ganas de retirarse. Había estado pensando en ello desde la muerte
de su madre, ocurrida tres años atrás. Ya le había demostrado todo lo que tenía que
demostrarle. Y también a su padre, que sólo había sido capaz de reconocer su
existencia después de que ganara su primer millón de dólares.
Aquellos tres años le habían servido para comprender que era mucho más fácil
pensar en marcharse que hacerlo de verdad. Nunca encontraba el momento
oportuno. Siempre había alguna reunión a la que asistir, otra crisis a la que
enfrentarse y otro fuego que apagar.
Pero ya no podía esperar más. Su interés por lo que hacía era nulo. Su faceta de
hombre de negocios estaba acabada.
Necesitaba otra razón para seguir viviendo.
—Perdónenme —dijo Reid, interrumpiendo en medio de una frase a uno de sus
interlocutores. Se levantó y continuó en el silencio que su intervención había
provocado—. Tengo que irme —y se marchó.
Mientras se dirigía hacia la puerta, sentía los ojos de los asistentes a la reunión
en su espalda, pero por supuesto, nadie dijo una sola palabra.
Se dirigió a su despacho a grandes zancadas, aunque realmente no tenía
ninguna prisa por estar allí, deteniéndose por el camino para intercambiar algunas
palabras con los empleados que lo saludaban.
Charlotte Mercier, su secretaria personal, estaba sentada en su escritorio.
Realmente, era ella la que llevaba la oficina; se encargaba de contestar la
correspondencia y firmaba las cartas de Reid en su nombre.
Charlotte levantó la mirada cuando su jefe se acercó a ella, y le entregó una lista
con las llamadas que debía de contestar. Reid le echó un vistazo y le devolvió
algunas para que las despachara ella.
Una de las notas le llamó especialmente la atención.
—¿Cuándo ha llamado Mazelli? —preguntó.
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El Encuento
Roman d'amourRachel Morgan descubrió que había concebido un hijo de un hombre de que ni siquiera se acordaba. Hasta ese momento pensaba que su encuentro con un completo desconocido no había sido nada más que un sueño, pero de pronto se vio obligada a enfrentarse...