Mónica Gaztambide podía sentir cada poro de su piel erizándose constantemente, cada vez que la adrenalina fundida en su sangre le recorría el cuerpo. El corazón le golpeaba furioso el pecho, como si quisiera escaparse de su lugar para evitar tanta tensión y desgaste mental; la boca le sabía amarga y sentía la lengua tan seca que por un momento creyó que se había quedado sin habla. A pesar de que su mente iba a mil por hora se sentía bastante aturdida, el sudor le escurría por la frente en pequeñas gotas aperladas y el cosquilleo que provocaba al bajar por su espalda la obligaba a mantenerse sentada en una postura rígida. Los suspiros y respiraciones intranquilas de las chicas a su alrededor no le brindaban la impresión de sentirse acompañada, pues éstas, sumergidas en triste espera, con la mirada ausente o demasiado asustadas para pensar en otra cosa que no fueran los miedos infundidos por sus ataques de pánico, la hacían sentirse terriblemente sola.
Sola, con un hombre armado hasta los dientes de aspecto duro, robusto y malévolo, que vigilaba con calma al rebaño de ovejitas temerosas desde el sillón giratorio que pertenecía a su querido Arturo Román.
Estaba tan aterrada, confundida y triste, que sólo quería echarse a llorar a mares por todas las desgracias que habían caído sobre sus hombros en tan poco tiempo. No era el momento preciso para embarazarse, ni tampoco el lugar adecuado para estar en ese estado.
Pero sabía que podía haber una solución, una única, valiosa y arriesgada oportunidad, que le brindaba el único rayo de esperanza que podía hacerla seguir adelante y del cuál iba a aferrarse y no desistir tan fácilmente. Sus ojos vagaron por el suelo hasta llegar al saco de su amante, perfectamente planchado, que colgaba del perchero dispuesto frente a la mesa desde donde el armado vigilaba el rebaño.
Las manos se le estremecieron cuando, en un repentino ataque de adrenalina, se levantó de su lugar sin pensarlo claramente y caminó hacia una de las sillas que quedaba cerca del despacho.
—Qué calor aquí— se excusó, con la voz tan débil que temió que, a través de sus palabras, todas sus intenciones salieran a la luz.
Sus ojos buscaron insistentemente el suelo cuando notó como el hombre dejaba caer su mirada sobre ella, acusadora y analítica, por lo que aguantó la respiración sintiéndose pequeñita. Su corazón dio un vuelco en su pecho, desbocado, escuchando al compás un débil zumbido en los oídos ante la subida de presión que había tenido.
Respiró profundo aferrándose a sus propias manos, buscando así algo de apoyo propio, y guiada por las sinceras y melosas palabras que le dedicó el director de la fábrica momentos antes, se armó de valor para ponerse en pie nuevamente atrayendo así por segunda ocasión los ojos suspicaces de su cuidador.
—Voy a...— susurró.
Pero sus pies se clavaron en el suelo cuando el hombre gruñó a modo de respuesta y le apuntó con el arma que descansaba sobre el escritorio. Las piernas le temblaron.
—¿Puedo? — pidió con un hilo de voz, señalando las botellas de agua que, justamente, estaban sobre la mesa.
Oslo, como había escuchado que lo llamaron, aceptó su petición con el rostro tranquilamente serio, bajando el cañón, pero sin soltar su calibre.
Con los nervios a flor de piel y sabiendo que sería su única oportunidad para llegar hasta él, Mónica se hizo de una botella trazando un rápido plan en su mente.
—Siéntate— ordenó con autoridad.
Pero no lo hizo. Retrocediendo unos pasos, sintiendo como la sangre le subía a la cabeza por la tensión conforme le miraba directo a los ojos con pavor.
El atracador le observó de vuelta, con poca paciencia, y alzando la mano unos centímetros de la mesa, golpeó la madera del escritorio gritando nuevamente la orden. Mónica perdió el juicio momentáneamente, pensando únicamente en una plegaria que elevó tan rápido como la olvidó, para después reaccionar gracias al ruido de la botella que crujió sobre el suelo de madera al resbalar de sus dedos.
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Bᴇʟʟᴀ Cɪᴀᴏ °Lα Cαѕα de Pαpel°
Fanfiction❝Todo pintaba a que ese veintiuno de octubre sería un día maravilloso. Se había levantado más temprano de lo habitual sin perder el buen ánimo, y por primera vez en mucho tiempo, estaba decidida a alejar los pensamientos asesinos que el imbécil de s...