Perdida

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La noche anterior a mi viaje de trabajo, discutí con mamá. Me sentía demasiado cansada, enojada, triste... vacía.
Y con gritos, se lo hacía saber a mi madre que con mirada atónita, veía cómo rompía el plato en mil pedazos en un arranque de furia.

Recuerdo cómo mi cara se hinchó debido a las lágrimas.
Recuerdo el no haber probado bocado alguno antes o después de la discusión.
Recuerdo querer cancelar el viaje.
Incluso recuerdo cómo mi cuerpo cansado de tanta rutina y batallas internas, se desplomó en la cama... cansado, pesado, dolido... vacío.

En esta parte del relato es cuando doy gracias al cielo por la madre tan fuerte, agradecida y eterna que me tocó en esta vida.

Mamá se sentó en mi cama.
Acarició mi cabello, así como lo hace cada vez que me abraza porque recuerda cuánto me relaja sentir el vaivén de sus caricias en mi cabeza.
Y me habló en tono dulce y sereno.

Me invitó a levantarme.
Y sí, digo que me invitó a hacerlo porque no me obligó ni invadió mi espacio... todo lo contrario. Respetó hasta mis gruñidos somnolientos que emetí en señal de no querer despertar ni viajar.

-Dale, levantate. Te ayudo a preparar tus cosas para viajar... sé que te va a hacer bien el distraerte un poco lejos de casa.- Y sin decir más, se levantó de la cama y se fue a calentar el agua para que tomara algo antes de irme.

Me quedé en la cama.
Revaluando mi vida.
Eligiendo mentalmente mi atuendo.
Reclamándome las cosas.
Eligiendo los zapatos.
Recriminándome todo lo malo.
Eligiendo mentalmente mi maleta.
Llorando bajo las sábanas.

Y cuando decidí poner los pies fuera de la cama, sentí el frío y el vacío recorrerme entera.

¿Alguna vez estuvieron en la oscuridad durante mucho tiempo, tanto tiempo que ya no quieren salir de ahí porque se ha vuelto su zona de comfort?

Yo me sentía igual.

Salí de la cama.
Vestí mi cuerpo pesado con ropas que lo hacían menos feo... al menos para mi vista.
Me cepillé los dientes y mi cabello.
Y aunque intenté no mirarme al espejo, no pude evitar hacerlo.

El reflejo me devolvía una cara hinchada de una chica totalmente ausente en ella misma.

Reconocía aquella mirada.
La tenía cuando mis intentos de suicidio empezaron.
La tenía cuando mi adicción a las pastillas para dormir se hicieron más fuertes.
La tenía cuando corté mis venas.
La tenía cuando escribí mi carta de despedida.
La tenía cuando mi padre se fue y me dejó sin yo saber muy bien el porqué.

Era una mirada ausente, fría, insulsa, torpe.. cansada de verse todos los días y de no encontrar nada lindo en esos ojos marrones como el café.

Mi madre me abrazó.
Me pidió perdón por no decirme a diario lo orgullosa que se sentía de mí y por dar por hecho que yo sabía algo así.
Me abrazó con más fuerza y dijo que era tan o más valiente que ella.

Y me secó las lágrimas.
Porque eso hacen las madres... secarte las lágrimas y en su lugar, llenarte de palabras de aliento.

Le dije que no quería ir.
Le inventé mil excusas.

Ella solo me miró, se sonrío y me ayudó a elegir la ropa para llevar.
Y cuando el momento de irme, llegó... me abrazó aún más fuerte, me dió su bendición y me dejó partir.

El viaje estuvo tranquilo, suerte la mía de encontrar unos lentes de sol que ocultaron a la perfección mis ojos hinchados... al menos hasta llegar a destino.

Y luego de eso... comenzó mi aventura.

Era la primera vez que me tocaba llegar a destino y hacerlo sola.
Esta vez era yo y mi mochila viajera.

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⏰ Última actualización: Apr 18, 2019 ⏰

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