Q u i n t o

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“-Antes de meterte en la cama debes haber hecho “las cosas”: beber el último vaso de agua de la noche, ir al baño, lavarte las manos, lavarte los dientes y dejar todo lo de mañana preparado.

-Sí, papá, está todo preparado.

-¿Está la mochila preparada, con todos los deberes hechos y guardados en la mochila? ¿Has preparado la ropa para mañana? ¿Y el despertador está puesto para sonar a las siete y media?

-Sí, papá –dije con resignación.

-Venga, pues métete en la cama y dentro de diez minutos voy a contarte el cuento –contestó mi padre, con cara de cansancio.

Y me fui a la cama, arrastrando los viejos pero aún largos pantalones de un color rosa pálido.”

Este no es un relato como el resto. Tal vez por eso haya tardado tanto en redactarlo. Esta vez no se trata de adivinar a qué color me refiero, sino que quiero hacerte sentir. Esta vez, quiero que entres dentro de mis recuerdos.

“Era una niña pequeña y menuda, de unos seis años, tal vez cinco. El pasillo que me llevaba a mi habitación era largo y estrecho, y eso hacía que me viera más diminuta aún. Las paredes estaban teñidas de un color amarillo desgastado, y en ellas se reflejaba una tenue luz anaranjada. Eso, hacía ver la escena de un color cálido, a pesar de tratarse de una noche de finales de otoño.”

Aunque estés pensando en el color naranja, tal vez el amarillo o el marrón; no, no son esos colores. Pero va por allí.

“Me metí en la cama, en la litera de arriba. La luz del pasillo apenas iluminaba mi habitación, pero lo suficiente para no tener miedo. Eso era siempre más reconfortante que la absoluta oscuridad.

Y esperé paciente a la llegada de mi padre, observando el suave vaivén de la lámpara que no recordaba haber tocado.”

Se trata de una historia real. Es un recuerdo muy vivo que tengo de algo que se fue repitiendo noche tras noche durante aquél otoño.

“Al fin mi padre llegó. Abracé mi conejito de peluche y me acurruqué a una esquina de mi cama, atrapada entre dos de las paredes que la limitaban.

-Bien pues, comencemos. Este es el cuento de La Gran Piedra Ámbar.

»Érase una vez, hace muchos, muchos años. En un lugar muy lejos de aquí,  había una princesa que vivía en un castillo. Ella no era una princesa común, ella era una princesa que solía saltarse las normas que le imponían sus padres, reyes del reino.

»Cerca del castillo, a las afueras del reino que gobernaba aquella rica familia, había una colina que nunca nadie se había atrevido a cruzar. Era una montaña muy, muy, muy alta que nadie se había atrevido a subir, porque les daba miedo intentarlo. Pero tampoco se había atrevido nunca nadie a bordearla porque era una montaña muy, muy, muy ancha. Todo el mundo sabía que era imposible ir al otro lado de la montaña y volver antes de que oscureciera. Los pocos que lo habían intentado jamás habían regresado. Así que para prevenir, el rey puso la norma de no cruzar jamás más allá del pie de la montaña.

Pero como dije, la princesa era muy traviesa, y pocas veces hacía caso a sus padres. Cada mañana ella cogía su caballo blanco del establo, se montaba en él e iba al galope hasta el borde de la montaña. Al principio, a la princesa le daba mucho miedo empezar a subirla, creyendo que podría perderse por los bosques de la montaña, y no regresar jamás. Pero poco a poco, día tras día, la princesa se adentraba un poco más en los bosques de la montaña. La princesa no era una niña tonta, en absoluto, así que marcaba el camino por el que iba y luego regresaba antes de que oscureciera, sin llegar a perderse jamás.

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