Ciega...

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Hoy era el día doce. Lo sabía porque marcaba cada día, cuando percibía la luz del sol, por las mañanas; poco después de despertar ante un olor fétido y una ansiedad conocida, ya casi aceptada.

Hacía las marcas pequeñas con mis uñas, sobre la bastilla interna de mi blusa blanca, que ya debería de ser gris con estampado de siluetas de color negro y café, sobre la superficie más que arrugada. Eso imaginaba.

Lo imaginaba, porque no podía ver mi blusa. No podía ver nada.

Mis ojos probablemente, tendrían una severa disfunción cuando me retiraran el objeto de tela que los cubría. Si algún día lo retiraban; aún tenía esperanza. No era médico, pero estaba segura de haber escuchado en algún lugar, que no exponer la pupila a estímulos visuales durante suficiente tiempo, podría privar tanto al nervio óptico, que volver a ver era una improbabilidad.

Pero tenía fe.

Ya había pasado por todas las etapas del duelo. Un duelo sufrido por la libertad que antes me pertenecía.

Hubo negación. Juraba que era una broma estúpida de alguna de mis hermanas o alguno de mis amigos. Estaba casi segura que en cualquier momento, encenderían una luz y gritarían al unísono: -“¡Sorpresa!”- pero dicha exclamación nunca llegó. No hasta ahora. Y no llegaría. Ya sabía que no.

También estuve iracunda. Golpee con tantas fuerzas tenía, al hombre que se encargaba de cuidarme. Le grité miles de frases que nunca pensé gritar; le arañé el rostro, unas cuantas veces, y le escupí, en alguna superficie del pecho.

Después, me vino una certeza nada tranquilizante, una tristeza profunda; al darme cuenta de que fui retenida por desconocidos, contra mi voluntad, y que me habían dejado en un lugar extraño, con una persona, igualmente, extraña. Por un tiempo indefinido, sin conocer sus motivos.

 

 

 

Recuerdo perfectamente, el día en que todo sucedió. Iba camino al trabajo, después de dejar a mi pequeña Amy en la guardería. Mi hija de sólo tres años. Era todo lo que tenía. Mi más grande tesoro. Juntas las dos, contra el mundo cruel.

Gran parte del tormento acaecido sobre mi alma, era el desconocer el bienestar de mi bebé. Nunca nos habíamos separado por más de unas horas, desde que nació. Era verdadera tortura no tenerla conmigo. La más grande de todas las torturas, incluyendo la ausencia de mi visión.

 

Su padre y Yo nos habíamos separado, cuando él tomó la decisión de irse a vivir a Europa, para ampliar sus capacidades ejecutivas y románticas; liándose con su asociada, y pidiéndome el divorcio. Yo se lo di. Y él, sin necesidad de rogar; me otorgó, espléndidamente, la custodia de nuestra hija; que en esos tiempos, tenía diez meses de edad.

No había sido una sorpresa, en realidad. Leonardo y Yo, nunca nos habíamos llevado demasiado bien. Habíamos decidido casarnos, porque era el paso seguido, después de tres años de noviazgo, y una tremendamente buena oportunidad para trabajar juntos, después de graduarnos de la facultad.

Había parecido el paso siguiente, qué poco romántico. Pero así éramos, él y yo.

 

En fin, dejé a Amy en la guardería y me dirigí a mi pequeña empresa de coordinación de viajes y eventos. Estudié mercadotecnia y obtuve una maestría en relaciones públicas; así, que no tenía mucho problema con llevarla sola, cuando Leonardo se fue; bueno, con la ayuda de mí mejor amiga: Daniela. Ella se encargaba de los detalles administrativos y logísticos; yo de lo demás.

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