epílogo. duodécima marca

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30 de noviembre de 2120

30 de noviembre de 2120

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Tuvo una buena vida.

Era la una de la madrugada y Hugo estaba sentado en un sillón de su despacho, mirando un álbum familiar. La razón por la cual estaba despierto a esa hora era que el ardor de una marca había acabado con su sueño. Los números romanos XXX XI MMCXX aparecieron a medianoche en su tórax y la única razón para que estuviera ahí, sabía Hugo, era que se aproximaba la hora de su muerte.

No se explicaba cómo, los Inefables de todo el mundo habían estado buscando la respuesta a la pregunta que cada mago o bruja se hacía: ¿por qué aparecía la marca de la fecha de la muerte de una persona si todavía no había muerto? Sin embargo, habían pasado milenios y era una duda que seguía existiendo. Así que Hugo sabía que aquel día iba a morir, pero no sabía cuándo.

Por supuesto, podría mirarlo por otro lado, por uno más positivo, y pensar que se trataba de otra cosa, pero el día había empezado hacia una hora y no había sucedido nada importante, además que la marca apareció a las doce en punto de la madrugada. No había otra alternativa, ese día moriría y no podría hacer nada para evitarlo.

Pensó en decirle a Alexandria. Despertarla y avisarle que era cuestión de horas para que se fuera al más allá, también llamar a sus hijos, a sus nietos, decirles que su final estaba cerca. Pero no lo hizo. No quería alarmarlos, aunque antes de que acabara el día ya no estaría con ellos. Quizá estaba siendo egoísta en no permitirles pasar el último día con él, pero no quería hacerlos sufrir.

Cerró el álbum con un nudo en la garganta y con dificultad llevó el libro al estante correspondiente. Ya no era un joven veinteañero, sino que tenía ciento doce años. Regresó al sillón y suspiró, se tomó el tiempo para recordar las imágenes que contempló y las historias de cada una de ellas, y comenzó a hablar.

—Lex, siempre fuiste mi orgullo. Mi primer hijo… Lograste cada una de tus metas: te graduaste con honores, te convertirte en Auror, formaste una familia con Ilea y tuviste unos hijos maravillosos. Tienes más de ochenta años, pero sigues siendo mi niño, mi pequeño que estaba entusiasmado con la idea de empezar la Academia Beauxbatons.

»Callíope, eres igual a tu madre, por eso eres mi reina. Aquel carácter orgulloso y testarudo lo sacaste de ella, siempre tan determinada, tan inteligente. No me sorprende que hayas tomado mi puesto como Ministro de Magia cuando decidí irme; Francia nunca tuvo mejor líder que tú. Blair e Isis tienen un gran ejemplo a seguir, cariño.

»Talía, mi bonita niña. Siempre admiré que en un mundo tan cruel y despiadado mantuvieras una personalidad tan dulce e indulgente. Regalando sonrisas a los desconocidos, ayudando a quien lo necesita y dando cariño a todo el mundo, eres la mujer más hermosa del mundo, y no solo físicamente. Mi pequeña, estoy encantado con la mujer que eres hoy.

»Matthew, yo creo en el destino y sé que aquel día en el Jardín de las Tullerías no fue una casualidad encontrarte. Cada día agradezco haberte encontrado y que hayas llegado a nuestras vidas para completarnos. Aún recuerdo el día en el que tu apellido cambió a Weasley, lloraste y no paraste de agradecernos a tu madre y mí. Y yo también te agradezco, hijo, por hacernos felices todos esos días. Me llena de alegría haberte tenido en mi vida.

»Alexandria, yo…

Pero no pudo decir nada. Apretó los labio y tomó su varita, se quitó de la mente el pensamiento de lo que acababa de decir y buscó un frasquito donde poner el contenido. Quizá, luego su familia lo vería. Le faltaba despedirse, de las alegres Charlotte y Gina, del travieso Ethan, del sabio Julián y del resto de sus nietos, bisnietos y tataranietos. Pero al empezar a hablar de Alexandria, el nudo de su garganta se hizo mayor y las palabras no pudieron salir.

Hugo se marchó de su despacho y subió las escaleras sin hacer ruido. La casa, pensó él, se sentía vacía y silenciosa, antes habían vivido sus cuatro hijos, luego Lex con su esposa Ilea y sus tres hijos, más tarde Ethan, el primogénito de Matthew, había estado en la Mansión Rosier-·Weasley con su familia, y por último Eadlyn, su primera bisnieta, había pasado algunos meses con ellos. Pero ahora la casa era habitada por Alexandria y Hugo, y la decena de elfos domésticos que se encargaban de la mansión. Se preguntó qué ocurriría cuando muriera, si Alexandria seguiría viviendo allí.

Cuando llegó a la habitación, seguía durmiendo, con una expresión pacífica en el rostro, que apretó el corazón de Hugo. Tal vez fuera la última vez que la viera así. Se acostó en la cama, teniendo cuidado de no mover mucho el colchón para no despertarla, pero no tuvo éxito. Apenas se acomodó, Alexandria abrió los ojos. Tal vez tuviera el cabello lleno de canas, arrugas en el rostro y ya no tuviera el cuerpo de infarto que tenía de joven, pero sus ojos celestes seguían siendo lo más hermoso que Hugo podría haber visto.

—¿Qué pasa? —susurró—. ¿Qué hora es?

—Casi las dos de la mañana —contestó Hugo, en el mismo tono bajo—. Fui a tomar agua. Descuida. Vuelve a dormir.

—Hubieras llamado a algún elfo doméstico.

—No quería molestarlos. Duerme, Alex.

Ella asintió, acercándose más a él y el corazón de Hugo palpitó con fuerza. Saber que no estaría más a su lado dolía mucho. Alexandria le dedicó una suave sonrisa y cerró los ojos para volver a dormir.

—Alex —la llamó entonces, de imprevisto. Su esposa abrió los ojos de nuevo y lo miró.

«Eres lo mejor que me pasó en la vida. Tengo más de cien años, hay lagunas en mi mente, pero todavía recuerdo cuando te conocí, nuestra primera cita, el día que nos comprometimos. Recuerdo detalle por detalle nuestra boda. Te veías tan hermosa con ese vestido, fuiste la mujer más bella de todo el universo, lo sigues siendo. Fuiste todo para mí, mi mejor amiga, mi novia, mi apoyo, mi felicidad, mi vida, mi amor. Me diste tres hijos maravillosos y diste la idea de adoptar a un niño fantástico. Todos los días me he enamorado más de ti. Llevo noventa y ocho años enamorado de ti y te seguiré amando después de la muerte. Sea donde sea que vaya, te estaré esperando para volver a estar juntos de nuevo, porque te necesito en vida y te necesito luego de ella. Te necesito, Alexandria. No tienes ni idea de cuánto te amo».

—¿Qué sucede, Hugo?

—Nada, te amo, quería decírtelo.

Alexandria rio y se incorporó ligeramente para darle un beso en los labios. Hugo nunca se sintió tan vivo como en ese momento.

—Yo también te amo.

Ella se durmió a los pocos minutos, pero Hugo siguió despierto, mirándola en silencio y pensando en cada momento de su vida, no necesariamente aquellos días que fueron clasificados como importantes para que apareciera alguna marca. Las bodas de sus hijos, los nacimientos de sus nietos, los primeros de septiembre cuando alguien de su familia empezaba Beauxbatons, la vez que se reconcilió con los Weasley, cuando se hizo Ministro de Magia, todos los momentos que vivió con Alexandria.

Tuvo una buena vida. Sí, pensó con una sonrisa, en serio tuvo una gran vida. Con sus altibajos, con algunos sucesos agridulces, pero no se arrepentía de nada. Todo lo que había pasado lo había llevado a terminar descansado en la cama junto a su esposa, y no podía imaginar mejor final.

Y sí, no pasaría de aquel día, pero se iría feliz, satisfecho. En paz. Se acomodó mejor en la cama y abrazó a Alexandria, dándole un último beso antes de cerrar los ojos.

Y ya no volvió a abrirlos.

Recuerdos en la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora