DIEGO

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Tan Ángel.

La infancia de Diego fue algo solitaria, ya que era hijo único. Vivía sólo con su madre, ya que su padre había desaparecido en cuanto recibió la noticia que Diego venía en camino. Su abuela pasaba la mayor parte del día junto a él, mientras, su madre trabajaba para mantener el hogar y a ellos.

Salir con su madre era una verdadera aventura, nunca sabía donde su despistada madre lo podía dejar olvidado para luego regresar más pálida, confundida y con el susto en la boca por haber perdido a su único hijo, ya fuera en el supermercado o en el zoológico o en algún parque que visitaran. Eso lejos de asustarlo le causaba gracia, ver a su madre correr asustada hacia él, apretujarlo en un fuerte abrazo hasta que sintiera que sus costillas estaban a punto de quebrarse, y por supuesto la obvia recompensa  por dejarlo olvidado, siempre terminaban comiendo pizza hasta no poder más. En el supermercado ya le tenían una pequeña silla, cuando tenía a penas ocho años, el seguridad la sacaba y lo hacía sentarse donde lo pudiera ver, hasta que regresara su mamá, una cajera solía llevarle un jugo y unas galletas para que se distrajera, a la media hora o menos la veía dejar el carro frente a la entrada del establecimiento sumamente apenada por el desliz.  

Así crecería feliz y silvestre, sin que su madre interviniera. Ella lo deja ser, disfrutar lo que le gustaba sin sexualizar sus actividades. Por lo que estaba tanto en clases de danza y actuación, cómo en el equipo de fútbol de su colegio.

Cuando cumplió los once años, su madre conocería a quien un año después se convertiría en su esposo y en el  padre para Diego, un hombre divertido que se lo supo ganar a base de juguetes y paseos al parque los domingos, al casarse con su madre no lo dudó y le dio su apellido; y su madre, un hermanito casi nueve meses después.

Así pasarían los años, entre clases de actuación y rodillas raspadas por jugar al fútbol, sus rasgos delicados casi angelicales se acentuaban conforme su cuerpo crecía, lo que hacia que pareciera mucho menor que los niños de su edad; pero lo hacia ver apuesto cosa que provocaba que fuera uno de los chicos más populares en el colegio. Aún así, no se consideraba atractivo, al menos no tanto cómo su mejor amigo, un chico de ojos café, unos centímetros más alto que él, de cabello enmarañado y perfil "griego" como el mismo se decía, en ocasiones parecía un chico de universidad otras otro niño más; lo único que para Diego rompía la armonía en el cuerpo de su amigo era el par de dientes de conejo que poseía en su boca y aún así seguía pareciendo perfecto ante el gran número de niñas que andaban tras de él en el colegio. Sin embargo, su amigo sólo tenía ojos para una sola persona, una chica de cabello rizado que solía pasar de él, que sólo lo buscaba cuando necesitaba algo de él, y pese a eso su mejor amigo la seguía a todas partes como un cachorrito. En distintas ocasiones lo había visto llorar por la chica como la vez que pasó semanas ahorrando para comprarle un obsequio por su aniversario y no dudó en hacerle ver que no le había gustado tirándolo en el primer tinaco que encontró, esa vez tuvo su peor crisis, se encerró en su habitación por tres días y su madre ni amenazándolo con hacer traer a su padre logró hacer que abriera la puerta. Sería el quien lograría entrar luego de horas de negociar a través de la gruesa puerta de madera. A pesar de eso a la semana siguiente estaba de nuevo moviéndole la cola y dispuesto a cumplirle sus caprichos.

Ramiro y Diego se habían conocido en cuarto de primaria, cuando el más alto lo salvó de unos chicos abusivos, desde ese día ambos se volverían inseparables y a pesar que luego Ramiro se juntase con un grupo de patanes, Diego seguiría siempre a su lado.

Los dos solían dormir en casa del otro todos los fines de semana, una pequeña piyamada donde solían desvelarse hasta tarde jugando algún videojuego, viendo alguna película que le gustase a ambos o simplemente estando uno cerca del otro hablando del próximo partido de la temporada, el próximo videojuego a estrenar o de las chicas que solían revolotear a su alrededor. No se dormían hasta cuando era muy tarde, cuando la madre de la casa en turno aburrida por sus risas a media noche entraba hecha una furia y los obligaba a dormir.

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