II.

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Tras un par de minutos caminando en aquel sendero de piedra roja sin poder ver más que unos quince metros a la redonda gracias a la niebla, la muchacha por fin se topó con más personas despiertas en ese sitio. Había varios medianos grupos cuyo número de miembros no rebasaba los diez que sosamente sentados o recostados en el piso, miraban hacia un punto en común, allá en un costado donde al parecer ya no había más piedra roja sino otro precipicio. La muchacha se acercó a ellos con la disposición de hablarles, pero al hacerlo y revelarse un nuevo panorama libre de niebla ante sus ojos, atendió a lo que las personas parecían estar viendo: otros cuantos más con los rostros ensombrecidos, parados frente a todos, hacían la mímica de lanzarse hacia el vacío, en donde ya no había piso. Con el corazón dando retumbos tan fuertes en su pecho que parecía querer escapársele de ahí, la muchacha apreció con impotencia cómo uno de ellos, sin pensárselo dos veces, se lanzó hacia abajo. Los golpes que el pobre cuerpo del tipo lanzado se daba contra la pronunciada y filosa pendiente de aquella cumbre eran tan angustiantes de escuchar (sin mencionar los crujidos), que ella tuvo que desviar su atención de aquello para no seguir apretando los dientes tras cada repetición.

Intentando obtener aunque fuese unas pocas de las respuestas que quería y dejar de oír los lamentos de aquel suicida, se acercó a uno de los espectadores desde atrás y, con delicadeza, le rozó el hombro con la palma de su mano.

—Oiga, ¿qué...? —se detuvo de golpe tras el tremendo susto: aquella persona se había vuelto hacia ella tan de golpe, que apenas y pudo asimilar lo que estaba viendo: su rostro sucio de manchas negras y rojas por todos lados, carecía de tener ojos; en su sitio, dos rojizas y vacías cuencas apuntaban hacia ella grotescamente. Retrocedió dos pasos hacia atrás de inmediato y observó cómo, increíblemente, varios de los demás espectadores se convertían en espesas nubes de humo gris que se desplazaron a altísimas velocidades hacia otras partes, materializándose de nuevo en personas espectadoras quietas y silenciosas.

Con ganas de correr hacia cualquier dirección con tal de alejarse de ahí y poder salir de aquel oscuro lugar en cuanto antes, empezó a retroceder con pasos poco decididos hacia atrás, aunque tuvo que detenerse de improviso:

—¡Ah, eres tú la pobre e inconsciente alma que escapó del dominio sin mi supervisión! —habló un muchacho joven (con los ojos en donde debían de ir, más limpio que las personas del piso y con una bata aguamarina igual que la de ella, aunque visiblemente percudida y desgastada) caminando confianzudamente hacia ella haciendo varios ademanes de alivio con sus brazos y bajando el alto tono de voz paulatinamente mientras iba acercándose a la muchacha—. Te pido una disculpa. ¿Por qué ese rostro? ¡Deberías estar feliz de no pertenecer a este dominio o a otro de los que nos esperan más adelante! —exclamó. Ella lo miró con extrañeza.

—¿Dominio? ¿Q... quién eres tú?

—¡Tienes que salir de aquí! —le respondió. Ella creyó que era algo grosero de su parte ignorar la pregunta que le hacía, pero el hecho de que le mencionase algo de una posible salida la reconfortó de tal manera, que incluso la faz le cambió al instante a una más animada—. Mi nombre es Volun y me encargaré de que llegues sana y salva a la Zona Purgatoria. ¡Venga, caminemos! Apuesto a que quieres irte de aquí en cuanto antes —le dijo, echando a andar hacia una dirección en concreto. Ella, sin pensarlo dos veces gracias a que el tono con el que él se dirigía a ella le había generado una buena confianza, se acercó a él y caminó, aunque un poco separada, a su lado.

El Abismo de los CiegosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora