XI.

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—Renata...

—¿Sí?

—Prométeme, antes de que cualquier hecho que nos separe suceda, dos cosas —pidió con solemnidad.

—Bueno, dime y lo pensaré.

—La primera es... que no regreses a este abismo. Al menos no a un dominio que no sea la Rampa de los Inconscientes. Sería una sorpresa ingrata el hallarte cumpliendo una penitencia por ahí.

—Pero... ¿c... cómo? ¿Cómo te puedo prometer eso?

—Hay un antivalor que domina el abismo entero. Un antivalor que, de no existir, causaría la desaparición de este abismo. Un antivalor que desencadena a todas las demás aversiones: el exceso. No temas a tener impulsos naturales. A ser egoísta, a tener gusto por la carne ajena, a crear apegos ni a nada de lo que se te pueda ocurrir. Somos humanos y eso es normal. Témele al exceso. Témele mucho. Todo tipo de exceso es nocivo para ti y para cualquiera. Témele por favor y evítalo como puedas.

—Sí Volun. Te lo prometo —afirmó.

—Te agradezco. La segunda petición es... difícil. Difícil porque tengo un presentimiento. No estoy seguro del todo de que sea verdad pero... bueno, en caso de que así sea, Renata... no temas por mí, ¿vale? No temas, no sientas lástima ni intentes devolverme al mundo exterior cuando estés ahí.

—P... q... ¿ah? —balbuceó. Volun la había bombardeado con unas cuantas peticiones extrañas que no terminaba de comprender—. ¿Qué?

—Solo... no intentes hacer cualquier cosa que tenga que ver conmigo. Yo... te pido que solo me mantengas como un recuerdo. ¿Estamos?

—S... sí. Estamos, sí —aceptó sin comprender todavía del todo su petición.

—Bien.

Como si hubiese estado planeado para ser exactamente así, al término de sus palabras una profunda y sísmica onda agitó levemente el piso sobre el que estaban posados. Para Volun, nada estaba fuera de lo común. Sabía perfectamente que al aproximarse a los últimos dos dominios aquellos fenómenos comenzaban a ser frecuentes en el abismo. Ella no obstante, entró en un enervante estado de alerta que ya no se fue.

Otro golpetazo a la tierra. Y otro más. Al tercero ella ya no pudo resistir el seguir conteniendo sus dudas.

—¡Volun, Volun, dime qué es eso! ¡Me tiene muy, muy nerviosa y ya no puedo seguir aguantando caminar sin saber qué es! —estalló.

—No te diré contundentemente qué es, pero sí que esos temblores son causados por los últimos dos entes dominantes. Mira, paremos un poco —le pidió él, bloqueándole el paso a la chica con su brazo—. Echa un vistazo hacia allá arriba. Dime qué ves.

—Ah... —comentó ella, volteando hacia ahí. Su vista se halló con más piedra roja como la que había visto durante todo el recorrido, pero más allá de eso, notó dos peculiares detalles: uno, el más extraño y anormal, era algo que parecía un lejano y enorme charco de agua cristalina que parecía tener una fortísima fuente de luz blanca iluminándola desde atrás. Lo curioso de este charco, era que el agua, en lugar de estar debajo se hallaba arriba, como si la gravedad únicamente para dicho líquido funcionase inversamente. El otro, era un espantosamente enorme contenedor de piedra, como si se estuviese viendo a un lago desde abajo. Aquel contenedor tenía la peculiaridad de que, con cada temblor que agitaba el piso, se sacudía con tal violencia que derramaba galones y galones de aguas negras desde arriba, que iban a parar directamente hacia un contenedor considerablemente más pequeño posado justo debajo de él. No obstante, aguas negras no eran lo único que derramaba aquel contenedor; de vez en cuando, algún merodeador caía desde ahí hasta el contenedor de abajo o, peor aún, salía disparado para caer allá, en donde ya la niebla volvía a cubrir todo—. Bueno, veo... ¿es agua? Veo agua allá arriba. Agua blanca. Y veo...

—¡¡C...!! —iba a advertirle de repente a su guiada, cuando un merodeador lanzado desde arriba estaba a punto de caer sobre ellos, pero optó por actuar en lugar de hablar: se acercó a ella, la abrazó con fuerzas y lo que pasó a continuación fue extrañísimo para la muchacha, ya que, de hecho, el merodeador cayó sobre ellos y fue a dar con quietud a solo un par de pasos de donde estaban, pero ella no sintió absolutamente nada. Para cuando Volun la soltó, ella ya tenía más que una simple sospecha de que él no era un simple merodeador de cualquier dominio del abismo, sino alguien más. Ya lo había demostrado antes curando levemente al pobre chico que cayó allá en el dominio de Su... ¡y lejos de que Volun la desmintiese cuando ella le preguntó que por qué no lo curó totalmente, solo aumentó la duda al argumentar que él no podía curar a quienes no perteneciesen a la Rampa de los Inconscientes! ¿Tenía él algo que ver con aquella zona en específico? Las preguntas que tenía para él eran tantas, que creyó ya no imprudente, sino grosero el comenzar con un interrogatorio aunque fuese completamente leve.

—Es... estuvo cerca —comentó ella, procurando no seguir pensando en sus dudas.

—Sí. Calumno y Judá cada vez se miden menos con sus golpes —exclamó él de la nada.

—C... ¿Qué? ¿Ca... Ca qué? —respondió.

—Calumno y Judá. Los dos entes dominantes que aún no conoces... ¡pero empecemos por Judá! Mira, acércate un poco hacia allá. Te presento al dominio de Judá; el Caldero de los Traidores. Ese monstruoso rostro de piedra que asusta a todos provocando pequeños sismos golpeteando con sus dos manos el piso de su dominio, no lo hace nada más porque sí. Judá sufre una pena eterna de formar parte del abismo y lo que ves, es lo que queda de su pobre ser. Ser que jamás saldrá de ahí. Ser que cumple la misma penitencia que sus merodeadores (si se les puede seguir llamando así); derretirse hasta formar parte del abismo. Al menos hasta que sean completamente despedazados y vuelvan a unirse en cualquier parte, ya sea de aquí del abismo o del otro lugar que te expliqué, el vacío.

—No sé si sentir lástima o...

—¡De ninguna manera! Los traidores están aquí por un motivo, y es el haber desmoralizado por las espaldas a alguien que les confió cariño, amistad o, incluso y más grave aún, amor. Prueba de ello es que Judá, un ente traidor a la forma de ser del abismo, también cumple una penitencia aquí.

—¡Es horrible el castigo que tienen los de aquí! —comentó la chica, aterrorizada por lo que veía: Judá, en su infinita ceguera y helada ira, soltando sus puñetazos a diestra y siniestra, alcanzaba con ellos a un merodeador de vez en cuando y lo pulverizaba en un segundo. De ellos solo quedaba un triste manojo de vísceras y carne que flotaba durante un rato sobre las negras aguas y terminaba por hundirse a los cuantos segundos.

—Un castigo igual o poco menos horrible que, créeme, apenas compensa a lo que causan ellos allá afuera. La traición es un tema duro, ya que nunca es causada por un enemigo. Siempre viene de quien menos se te hubiera ocurrido pensar. Y... quiero comentarte que apenas nos estamos aproximando al último dominio que, a mi parecer, es el peor. ¿Estás lista para continuar?

—Lo estoy, sí —devolvió tras un buen rato; la consternación de ver a un Judá de piedra que cumplía su propia penitencia deshaciendo merodeadores como si fuesen de papel, la había dejado callada. Sin embargo, tomó valor recordando que estaba por llegar a la Zona Purgatoria y que ya solo faltaba cruzar un dominio para ello.

El Abismo de los CiegosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora