VII.

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Pronto, una isla más extensa e igual de lejana al abismo que el dominio de Ego aunque con un relieve más llano apareció ante ellos. Dicha isla también estaba unida a la piedra roja principal del sendero del abismo por un puente de huesos; puente que el hombre de antes ya había cruzado casi en su totalidad. La única diferencia entre este puente y el del dominio de Ego, era que este estaba muy inclinado; la isla era mucho más baja que el abismo en sí. El piso del mismo, al parecer, era una abundante cascada de arena roja que salía de la punta del puente y se acumulaba perennemente en la isla.

—El dominio de Engen es el más cruel a mi parecer porque no daña a la persona ciega. Míralo y dime qué es lo que ves.

La chica guiada volvió a aproximarse al borde del sendero principal del abismo y, ahí, fijó su vista en aquella isla para ver con qué se hallaba y la primera impresión, para lo que encontró, fue neutral: había varias personas, al parecer, inmóviles sobre la arena del piso. No parecían sufrir a pesar de que, de las cuencas de sus ojos abiertas y vacías, brotaba sangre a borbotones que iba a parar hasta debajo de ellos. El suelo estaba cada vez más lleno de aquel líquido rojo que parecía nunca terminarse y desprendía un fuerte olor a quemado captable lejos de la isla, además de que la temperatura ambiental aparentaba subir exageradamente al acercarse al puente. Poco después, ella notó que todos se estaban hundiendo en el húmedo piso. Muy despacio, pero se hundían.

—No te acerques mucho a ese puente, ya que las arenas están calientísimas y empiezan a quemarte incluso cuando no las estés pisando. Sé lo que estás pensando —intervino él, interrumpiendo sus pensamientos con sutileza—. Ellos no se están hundiendo, se está hundiendo la pequeña personita que soporta su peso. ¿Puedes verla? —dijo. Ella, agudizando la vista tanto como pudo, notó que, en efecto, debajo de cada uno de los pobladores de este dominio había una o varias criaturas pequeñas con la piel desgastada, descarapelada y empapada de sangre soportando el peso de quien cargaban. Yéndose hacia abajo lentamente.

—¿Qué es eso? ¿Quiénes son los de abajo?

—En el dominio de Engen están los engendradores invidentes. Aquellas personas que han procreado sin estar listas, que no asumen correctamente su cargo y que, independientemente de su edad, no son lo suficientemente maduros para llevar a cabo lo que les corresponde. Lo más triste es que, quien la paga aquí, no son ellos, sino sus crías. Esos pobres seres desgastados, con los huesos rotos y el alma casi despedazada que soportan pesos mucho mayores a los suyos, son los descendientes de quienes están cargando.

—S... ¿son sus hijos?

—Efectivamente.

—¡Qué cruel!

—Cruel es saber que así son las cosas allá afuera. Cruel es saber que ellos nunca se dan cuenta de que no están haciendo nada por sus hijos, sino hasta que los pierden. Mira, ahí vienen dos —señaló. Ella miró lo que él trataba de mostrarle: dos adultos, ambos con las cuencas de los ojos vacías, subían con todas las fuerzas de las que eran capaces el puente de arena, aunque no estaban en las mismas condiciones; uno llevaba a su cría en la espalda y, mientras más subía, más sana y limpia lucía aquella pequeña criatura. El adulto sufría porque sus piernas se veían flageladas por las arenas y sus músculos se notaban tensos y calientes, pero su pequeña cría cada vez se mostraba mejor. El otro, en cambio, subía las arenas solo. Llevaba un rostro repleto de perturbación y de tristeza a la vez y las manos vacías, ensangrentadas y tiesas por delante.

—Conmovedor y... horrible.

—Dímelo a mí que he presenciado tantas salidas de gente de aquí, aunque la mayoría sin sus niños. Acabas de ver a una persona que se ha dado cuenta de que estaba haciendo mal y ha logrado rescatarse a sí y a su pequeña cría de esta zona tan horrenda. Ha sufrido, sí, pero así es como deben de ser las cosas; uno debe de sufrir solo lo suficiente por el bienestar de sus descendientes. ¡Es muy raro ver cómo alguien sale con éxito de aquí y, sin embargo, tú lo has hecho! —celebró. Ella no mostraba ni una pizca de congratulación, ya que había quedado bastante suavizada al pensar en que uno de aquellos dos había perdido a su cría allá abajo. Más porque, gracias a lo que él decía, razonaba que eran más típicos aquellos que salían solos que quienes vencían a Engen y a su dominio comprendiendo y aceptando su castigo.

—No tengo planeado tener descendencia. Pero... si en algún momento llegase a cambiar de opinión... no... no los descuidaría así... —admitió ella.

—Harías bien. Ir deshaciéndote en el mar negro tras sofocarte en las rojas arenas movedizas de esa isla no es algo que suene alentador. Y sí, yo sé que levantar a tu cría, atravesar todas las arenas movedizas hasta llegar a tierra firme (que no es tierra neutral, sino un pasillo de Soledad que lleva directo al puente) y escalar un duro puente de arena que no te favorece en absolutamente nada, tampoco suena alentador pero... al menos eso es lo correcto. Mira, ahí alguien que la ha salvado, aunque... —señaló a una mujer que recién terminaba de subir el puente, aunque el aspecto de la pequeña criatura que llevaba en las manos no había cambiado en absolutamente nada desde que había comenzado a subir—... lo ha hecho un poco tarde. De menos se dio cuenta.

—¡Terrible, no quiero seguir aquí! —pidió ella. Volun, sonriendo calmadamente, retomó el paso hacia la salida.

—No temas. Hemos recorrido ya una buena parte del abismo y cada vez falta menos para que salgas de aquí.

El Abismo de los CiegosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora