17. El juego de la verdad.

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Cuando terminó mi improvisado equipaje, se me quedó mirando con los ojos entornados. Yo había decidido limitarme a sentarme en el sofá y a cruzarme de brazos mientras él seguía con la ardua tarea de poner un poco de orden en el apartamento y preparar, al mismo tiempo, todo lo que pudiera aprovecharse para poder largarnos de allí.

Su inesperada llegada y su extraña orden me habían dejado un poco desconcentrada. No entendía por qué demonios él, precisamente él, había decidido hacer toda aquella pantomima. «Bueno, ahora que no está Chase puede hacer lo que le plazca. A lo mejor me convierte en su esclava sexual o decide matarme…», me dije interiormente; aún recordaba a la perfección su amenaza en aquel antro clandestino.

Sin embargo, no tenía ninguna opción de poder negarme. No es que me hubiera convertido en una gran entendida de las costumbres licantrópicas de la noche a la mañana, pero sí que conocía algunas leyes a las que el Alfa de cualquier manada estaba sujeto: la protección y seguridad de todos los miembros de su manada. Y esa protección, por suerte o por desgracia para mí en aquellos momentos, también cubría a las compañeras de los miembros.

Traducción: no había posible escapatoria. Al menos por ahora.

Los ojos de Gary se entretuvieron en mi viejo pijama con un brillo de desagrado evidente. ¿Qué tenía de malo Bob Esponja, por Dios?

-Veo que no te vas a mostrar cooperadora con todo esto, Mina –dijo, con severidad-. No me obligues a llevarte a la fuerza, por favor. No soportaría que me vieran arrastrándote con ese pijama tan feo.

Le dirigí una mirada de pura obstinación.

-Dañaría tu imagen –repliqué-. Salir con una chica con un pijama tan feo en mitad de la calle, donde podrían reconocerte, quiero decir.

La comisura derecha se alzó un poco. Aunque su mirada era implacable.

-No juegues conmigo –me advirtió-. Estoy haciendo porque es mi deber y porque estoy preocupado de cómo estás llevando todo esto.

Alcé ambas manos y forcé una sonrisa.

-La señorita Fellowes dijo que estaba bien –le recordé-. De no ser así, aún estaría encerrada en esa habitación de hospital. Fue ella la que me recomendó que rompiera cosas para sacar todo esto –añadí, consciente de que aún debía preguntarse qué había pasado en el apartamento.

-Puedes intentar engañarlos, pero no a mí.

Al final cumplió con su amenaza: me alzó en volandas y colgó a su hombro, mientras avanzaba entre la basura que había por el apartamento hasta alcanzar la puerta. Durante todo el trayecto pataleé y le golpeé allá donde alcanzaba, sin mucho éxito; gritar me parecía una auténtica pérdida de tiempo, ya que nadie se atrevería a enfrentarse a un tipo como Harlow. Y, además, no hacía tanto daño como unos buenos golpes.

Me metió con mucho más cuidado y suavidad de lo que me había esperado en el asiento trasero de un coche que se asemejaba más a un tanque y me cerró la puerta en las narices; se apeó y me miró desde el asiento del conductor con una media sonrisa.

-El coche está cerrado a cal y canto –me avisó, con diversión-. Por si se te había pasado por la cabeza tirarte del coche en marcha o Dios sabe qué.

-Vete a la mierda, Harlow –respondí.

Se giró con una risotada y arrancó el coche.

Me apreté más contra el asiento y me cerré en un enfurruñado silencio. Los cristales estaban tintados, el interior delataba al vehículo como uno de alta gama; Gary había conectado el equipo de música y la voz de Beyoncé inundaba todo el coche. Guau, Gary Harlow era fan de Beyoncé. Sorprendente.

Huntress. (Saga Wolf #3.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora