Capítulo 9: Lobos.

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A Alba le gustaba la nieve. Cuando era pequeña e iban a Granada a estar con sus abuelos, le encantaba salir por el pueblo, hacer muñecos y peleas. Nunca pensó que llegaría el día en el que una nevada se convirtiese en su peor pesadilla. Normalmente, cuando nevaba, lo único que podía llegar a preocuparla era el resfriado de después, o el moratón que dejaría una bola tirada con demasiada fuerza. Y, sin embargo, ahí estaba. Estática, mirando la precipitación de los copos y la formación de una capa blanquecina y acuosa sobre el empedrado. Y a sus amigos, fascinados por aquel suceso.

El corazón le latía deprisa. Sentía una amenaza aproximándose, unos ojos vigilando. Aquella vez, la nieve no presagiaba nada bueno, se lo decía el instinto. Era como si unos ojos estuvieran posados sobre ellos, escondidos en la sombra y esperando para saltarles encima.

El escenario tampoco ayudaba. La luz había caído tras numerosos parpadeos, dejándoles a merced de las sombras. Alba se resguardaba en los resquicios de claridad amarillenta que serpenteaban a través de las cristaleras de la taberna, pensando que quizá así no podrían herirla. Sus amigos se habían adentrado en la oscuridad, dispuestos a admirar aquel suceso y empezar a amontonar pequeñas bolas que lanzarse. Sus risas resonaban por toda la calle, sus siluetas se desdibujaban y fundían con el fondo.

"La nieve le hace cosas raras a mis ojos" repetía aquella vocecita en su cabeza. Tenía que irse de allí. Tenía que llevárselos a ellos y volver al hostal, o coger el coche y marcharse lejos. Simplemente, tenía que salir de allí, del alcance de la nieve.

-Me quiero ir al hostal -manifestó, reuniendo algo de coraje. Una brisa helada silbó por la callejuela, haciéndola estremecer. Si alguien la estaba escuchando, no debió de gustarle lo que había oído.

-¿Tan pronto? Venga, Albi, para una vez que vemos la nieve -protestó Miki, reuniendo un pequeño montón.

-Bueno, vosotros podéis quedaos aquí si os da la gana, pero yo me voy -gruñó, molesta.

Natalia dejó caer la bola que estaba a punto de lanzar contra Joan, lanzándose tras Alba. Si la rubia no quería estar allí, sus motivos tendría, y mejor que lo hiciera acompañada. Nunca se sabe qué podría pasar.

-Yo te acompaño, Albi -sonrió, secándose la mano. Alba, quien trasteaba con el móvil en busca de la ubicación del hostal, asintió.

Joan y Miki tardaron poco en seguirles. Natalia supuso que no les haría demasiada ilusión quedarse a solas y sin luz en un callejón oscuro, encima en un lugar donde nadie les entendía. Esperaba, al menos, que fuera por eso, y no porque pensasen que ellas dos necesitaban ayuda. No la necesitaban.

Las calles empedradas empezaron a recubrirse de una fina capa acuosa. La brisa balanceaba los copos y los letreros, y hacía crujir los edificios más antiguos. El aliento de Alba trazaba nubecillas de vaho que se deshacían a contraluz, y el grupo entero seguía el camino marcado por Google Maps para regresar a la calidez y seguridad de sus habitaciones. 

Atravesaron de nuevo la plaza de la Iglesia. Natalia oteó el imponente edificio con curiosidad. Juraría que antes había visto estatuas de ángeles postradas a ambos lados de la puerta principal, aunque lo mismo estaba demasiado centrada en la mano de Alba sobre la suya.

Había algo en el ambiente que no terminaba de convencer a la rubia. De por sí y a ciegas, el pueblo ya resultaba bastante tétrico. El crujir de la nieve bajo sus botas tampoco ayudaba, ni los chirridos metálicos que cortaban el silencio. A pesar de todo, podría ser una noche más, una cualquiera. Podría sentirse feliz teniendo la mano de Natalia acariciando la suya, libre de ataduras y de maltratos, en un país lejano y encima de vacaciones en el bosque. Todo ello de no ser por la estúpida nota.

Bienvenido al Norte  | AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora